«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU

El régimen perruno: cuando las mascotas sustituyen a los hijos

Europa Press

El mundo será de los perros o no será. Al paso que vamos, en un futuro podríamos alcanzar (doy una idea a los guionistas televisivos) las condiciones de aquel planeta de los simios en que Charlton Heston se rebelaba, cambiando, eso sí, a los primates por canes orwellianos. Los pitbulls harían de carceleros, los salchichas serían la intelectualidad y, por encima de todos, un san bernardo ejercería de máxima autoridad. Los pobres homo sapiens sapiens, gracias a la agenda 2030, se habrán habituado a comer insectos, mientras los peludos se hincharán a salchichas y entrecotes. Puede parecer ciencia ficción, pero, de hecho, ya se ven por ahí a hombres esclavizados por sus perritos. Incluso a enteras familias. Son, además, esclavos agradecidos, han alcanzado la fase de feliz dominación, del siervo satisfecho. Piensan que controlan todas las situaciones cotidianas, pero entre recoger excrementos, comprar chucherías caninas y compartir cama, el can lleva la corona doméstica. Ocupa un lugar preeminente en la casa y en los corazones de sus habitantes. Se le colma de esa cosa ridícula llamada cariño y, al fin, se convierte en un tirano ladrador. Y no es el hombre quien pasea al perro, sino al revés. La correa es el alargamiento de una triste condición humana, aunque se piense que sirve para dominar al cuatro patas.

Recientemente, el actor Dani Rovira expresaba en una red social el dolor por la muerte de su mascota. Y lo hacía en términos espeluznantes, como desde una cima de la literatura romántica más desgarradora. Decía el viudo: “No me acuerdo de mi vida sin ti, amor mío. Tendré que volver a aprender a ser sin ti”. Y seguía, descorazonador: “Tengo el alma en mil pedazos. Mi compañera, mi amor, mi toma de tierra”. En esta época de graves sensibilidades, las identitarias y las climáticas, el perro es una estrella rutilante. No sé si ustedes han percibido la cada vez mayor presencia de estos animales en las ciudades. Ya no se trata del perrito faldero con señora y bolso Hermès. Hay jóvenes parejas que han decidido, en lugar de procrear, adoptar o comprarse un chucho, casi misma emoción y calor hogareño que si hubiera nacido un niño.

Leí un día por ahí una defensa perruna asaz militante. Argumentaba que no han existido canes que organizaran holocaustos, ni tampoco gulags. Yo tampoco he conocido a ningún perro que haya escrito la Iliada o compusiera una ópera. Sí, sin embargo, han habido peludos asesinos de bebés, en ocasiones corre tan horripilante noticia. Y en Africa a veces devoran a algún pobre hombre despistado por la sabana. Digamos que lo que nos diferencia de ellos es una sensibilidad artística y moral, aunque esta última no deba necesariamente producirse en todos los humanos, a veces tan bestias en sus fechorías.

El reinado canino tiene varias derivaciones. Se comienza comprándole ropita de abrigo y calzado para el invierno y se acaba compartiendo mesa con él en un comedor. Escena vista con demasiada frecuencia, el chucho se sienta en una silla mientras su dueño le pasa la comida del plato al morro. En Estados Unidos existen ya restaurantes para perros y aquí proliferan las boutiques donde venden todo tipo de accesorios destinados a ellos: productos de belleza, bisutería, cuidados capilares y relicarios, para cuando estire la pata. Podría decirse que, a falta de la vieja severidad educativa del can, el animalito malcriado y respondón representa muy bien el prolongamiento de la imbecilidad humana, en este siglo nuevo que tantas sorpresas nos da.

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