«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Obituario

Las cuatro muertes de Dragó

El escritor Fernando Sánchez Dragó. Europa Press

La primera vez que Dragó murió fue en 1970, cuando después de tomar un ácido pasó por delante de un espejo e hizo lo que nadie que juegue con el LSD debe hacer: mirar su reflejo. Cuenta, ay, contaba Dragó que al mirarse vio su cuerpo descomponerse, y que durante mil años fue todas las plantas y todos los animales. Lo recordaba el escritor como el día placentero en el que aprendió a vivir con gozo, que es algo que sólo ocurre cuando pierdes el miedo a morir y te preocupas, como él hizo, hasta de encontrar una tumba en sagrado y que el Arzobispado lo autorice. Que no es poca cosa para un provocador como Dragó al que le cabían todos los dioses y pocos Papas.

Desde aquel día, entre bypasses y otras explosiones lisérgicas, Dragó murió dos veces más, pero ninguna como la de ayer.

Contaba, y le gustaba contarlo, que sabía que después de la muerte que venía deprisa le esperaba un largo túnel y un ángel que lo guiaría. ¿A dónde? Ahí, Dragó detenía el relato y movía los hombros en un gesto inédito de ignorancia en un hombre como él. Hace ya unas horas que Dragó sabe quién le esperaba al final del túnel. Ojalá pudiera escribirlo con su estilo personalísimo, tan sencillo, desprejuiciado y difícil, pero tendremos que esperar para saber si en el Cielo nos dejan tiempo para leer.

Lo que sabemos, porque también nos lo contó, es que a él le habría gustado que su padre fuera su guía por la tierra de los muertos. El padre ausente al que no conoció. Por lo menos hasta que Dragó murió por segunda vez y, al resucitar, una parte de su padre volvió con él al mundo. No traten de entenderlo. Él lo contaba así. Pura dragontea.

Dragó fue hijo póstumo. Nació en Madrid en octubre de 1936, hijo de Fernando Sánchez Monreal, periodista republicano. Pero republicano maurista, paseado en Burgos tras esquivar la muerte en el juicio que lo absolvió. Dragó, que jamás calló nada, contaba que pasó su infancia protegido y engañado pensando que a su padre lo habían asesinado los rojos. Cuando supo que quizá no, que seguro que no, al hijo póstumo sólo le cupo un solitario rencor contra la persona que él siempre pensó que había deseado la muerte de su padre y a quien no citaremos.

El resto de su vida, Dragó ejercitó como ningún otro la virtud de la concordia. Detestaba los absurdos presentismos y despreciaba los antifranquismos de salón. En su visión en cinemascope del mundo y de la historia, a Dragó, que había cruzado mil veces cien fronteras, le cabían todas las guerras y todas las revoluciones, pero sólo aceptaba las opiniones de quienes las hubieran vivido. Por eso despreció con toda su alma grande y generosa, las leyes de memoria redactadas por quienes no saben nada, ni tienen buena fe, ni derecho alguno a cavar nuevas trincheras.

En demostración de que España es diferente, el hijo póstumo de un republicano paseado y jamás encontrado consiguió ser en aquella nación en blanco y negro todo lo que quiso, lo que le dio la gana e incluso lo que se le antojó.

En realidad, Dragó sólo quiso ser escritor y soriano. De lo primero, no hay dudas. Nadie puede tenerlas después de leer libros como Gárgoris y Habidis, o su impecable Premio Planeta, La prueba del laberinto. O aquel El Dorado —que escribió en apenas tres semanas para vencer las dudas de una mujer a la que cortejaba— y que acabó siendo una de las mejores psicografías de un tiempo y de una generación. La suya. La única que podría haber escrito Muertes paralelas.

De su vocación soriana, no cabe mayor empeño que haber encontrado su cuarta muerte sentado en un sillón de su casa de Castilfrío de la Sierra, de donde jamás quería volver y a donde siempre, da igual cuándo le llamaras, estaba volviendo.

El resto de lo que fue Fernando Sánchez Dragó: viajero, hippy, psiconauta, jaranero y alborotador, mochilero, corresponsal, alucinado, padre, siete veces marido, izquierdista, bibliófilo japonés, preso; anarcoindividualista, derechoide, octogenario voluptuoso y pastillero, profesor, escéptico, eleusiano, anacoreta, conferenciante, maupassantiano, columnista y presentador de añorados programas diferentes y geniales, sólo fueron las traviesas que asentaron las vías sobre las que caminó. Ninguna de aquellas traviesas es esencial, pero todas juntas, una detrás de la otra, forman un conjunto sincrónico sin el cual no entenderíamos a Dragó.

Tampoco comprenderíamos los últimos años de su vida, cuando aquel apátrida interior, aquel felinoadicto que murió con su gato Nano ronroneando junto a su cabeza, decidió que él, al final, era sólo un español libre al que le dolía España.

Por eso ocupó silla de pista en Vistalegre y aceptó servir como patrón en la Fundación Disenso. Por eso quiso escribir desde el primer día, y hasta el final, en La Gaceta de la Iberosfera. Y por eso, sólo por eso, sugirió a Santiago Abascal el nombre de uno de los pocos amigos que le quedaban vivos, Ramón Tamames, como censor mayor de un autócrata para beneficio de una nación malherida y traicionada.

Dicen, y él contaba que lo creía con firmeza, que en el momento de la muerte, el cerebro activa los recuerdos esenciales de una vida entera. Ojalá. Si así ha sido, Fernando habrá disfrutado sus últimos momentos antes de entrar en la tierra de los muertos contemplando cómo vivió Dragó. Como le dio la gana. A toda velocidad. Como un galgo corredor que disfruta del mero hecho de correr. Que es para lo que había nacido.

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