Sí, lo confieso, creo que el plan de federalizar España estaba cantado, esperando inexorable la ocasión, desde hace ya tiempo.
Soy notoriamente receloso de las encuestas, que se suelen hacer más para influir que para informar, pero algo tendrá el agua cuando la bendicen. Así que algo, por poco que sea, debe haber de verdad en ese sondeo que publicó en portada ABC a escasos días de la presentación del nuevo gobierno, y en el que el PSOE aparecía liderando holgadamente la intención de voto.
El PSOE de Sánchez, que se arrastraba en los números más bajos de su historia reciente, se adelantaba a todos gracias a un gabinete de diseño con más mujeres que hombres, un astronauta, un juez de prestigio, un tertuliano televisivo y novelista (o al revés, tanto me da) y Borrell, una patada en la boca -interpretaban los arúspices mediáticos- al ‘procés’.
No puedo negar que la encuesta, por cocinada que estuviera, me escandalizó; no me hacía yo a mis compatriotas tan impresionables y facilones, tan vulnerables a la mercadotecnia política. Pero el problema de los escenarios de relumbrón es que valen para la foto y poco más, que la purpurina destiñe en seguida.
Ya tenemos el primer escándalo ministerial y, a lo que parece, la primera dimisión, el ministro más breve de nuestra democracia, condenado por su propia boca y la del hombre que le nombró. Porque, ¿saben?, yo no estoy nada seguro de que lo que hizo tuviera demasiada gravedad. Así que tengas fuentes de ingresos medianamente complicadas, es fácil que un asesor fiscal te meta en un lío tonto llevando la imaginación contable un poco demasiado lejos.
O no, no lo sé, me da igual. Me da igual porque quienes le condenan son sus propias palabras llegaron con una imposible túnica cándida, de una blancura cegadora, fingiendo un escándalo ante la corrupción del PP -un caso viejo y sabido, por lo demás- que resulta bastante inverosímil en un partido como el PSOE, hasta las trancas en el cenagal de los ERE y que durante la última legislatura de González arramplaba hasta con los ceniceros.
Está de moda querer tapar los escándalos que surgen sobre ‘los tuyos’ alegando que se publican para tapar cualquier otra cosa. Pero, en este caso, es verdad, aunque no sea intencionadamente. Mucho me temo que de los tejemanejes fiscales de don Màxim se hable -alargándose las filacterias hasta extremos inverosímiles- tanto que lo suyo ecplispe el verdadero escándalo, el peligro cierto que se disfraza con la brillantez de purpurina del Gabinete de las Estrellas: el precio de la investidura.
Este lo empezamos a vislumbrar cuando la ministra para Cataluña -ya, ya sé que no es su título oficial, pero apuesto mi sueldo a que la atención que dedique a las otras comunidades va a ser escasa, por decir poco-, Meritxell Batet, enseñó la patita federalista y empezó a hablar de acercamiento de presos, de un «consenso transversal» y cosas de este palo.
Era el momento en que la ingenua derechita se volvió hacia Borrell esperando que hiciera su papel, el mismo que le había dado fama de bestia negra del nacionalismo al dirigirse a las masas españolistas en la manifestación de Barcelona. Pero Borrell, en lugar de contradecirla o matizarla, subió la apuesta: había que reconocer a Cataluña como nación y, claro, meter mano a la Constitución.
Al fin: lo que hemos venido diciendo se hacía ya innegable, ya estaba a la vista del público general, de todos los que nos llamaban agoreros y aguafiestas. Este es el precio. Y este es el plan: convertir España en un Estado Federal. Y, lo primero, la humillación inconcebible de hablar con Torra «de gobierno a gobierno». Y tragar, tragar mucho. Volver a legitimar todas las medidas secesionistas, abolir los controles sobre sus cuentas. Que el Gobierno premie a quienes los jueces persiguen.
Quizá acostumbrado a la información internacional, donde nada es lo que parece y donde mentir es casi obligatorio y la simulación y el ocultamiento estrategias necesarias, tengo para mí que el plan es bastante más viejo y está bastante más meditado de lo que la precipitada moción de censura parecería indicar.
Sí, lo confieso, creo que el plan de federalizar España estaba cantado, esperando inexorable la ocasión, desde hace ya tiempo; creo que el Partido Popular lo conocía y participaba de él, y creo con el mismo convencimiento personal que tiene el visto bueno de Bruselas.