Soy un firme convencido de que todo lo que se pueda hacer en favor de la igualdad real -no sólo ante la ley- entre hombres y mujeres ha de ser promovido, como también creo que este tema no tendría que ser manipulado por los partidos políticos con fines electoralistas.
Se trata de una cuestión que afecta a la sociedad en su conjunto y, por tanto, cualquier iniciativa en ese sentido debería ser realizada mediante grandes acuerdos que estuvieran por encima y fuesen más allá de los mezquinos enfrentamientos entre siglas en busca del poder. El feminismo, es decir, la causa que lucha desde hace siglos por acabar con la discriminación de la mujer frente al varón, es sin duda una de las más nobles en el avance de la civilización occidental hacia la plenitud de derechos políticos y sociales de todos y cada uno de los ciudadanos que integran la polis.
Se trata de un combate tan antiguo como la convivencia organizada de los seres humanos porque las evidentes diferencias en el plano biológico entre los dos sexos han colocado en muchas culturas de manera injusta y opresiva a la mujer en una posición subalterna o de sometimiento respecto a los hombres.
Ya hace dos mil quinientos años Aristófanes escribió su genial comedia Lisístrata, en la que los respectivos roles de hombres y mujeres en la Grecia de las Guerras del Peloponeso se examinan con ojo a la vez crítico y humorístico. La sentida queja de la protagonista a su amiga Calonice sobre el concepto que los griegos de su tiempo tenían de las mujeres, considerándolas seres inmaduros, es respondida por ésta con un rotundo: “Y lo somos”, cargado de ironía y claramente alusivo a la mansedumbre con la que sus contemporáneas aceptaban su lugar secundario en el seno de la familia y en el gobierno de las ciudades-estado helenas.
La larga historia del esfuerzo de las mujeres por liberarse de la opresión y las vejaciones que han sufrido con demasiada frecuencia por su condición de tales está jalonada de episodios tanto trágicos como heroicos hasta llegar al pleno reconocimiento legal de sus derechos en el mundo democrático moderno.
La hilarante pieza teatral de Aristófanes sobre la utilización del deseo sexual masculino como instrumento de presión para lograr la paz en una Grecia arrasada por la interminable confrontación entre Atenas y Esparta es una ilustración perfecta por una parte de la diferente concepción del mundo que tienen los dos sexos según el autor -belicista y patológicamente competitiva la de los hombres y conciliadora y práctica la de las mujeres– y por otra de la necesidad de ejercer presión sobre sus maridos y amantes con las armas disponibles, ya que la fuerza física no está de su lado.
Sin embargo, un movimiento social, político y cultural tan beneficioso y justificado, puede ser pervertido si se pone al servicio de objetivos espurios que, lejos de atender a la verdadera naturaleza del problema, se valen de su impulso para conseguir otros fines. Desde esta perspectiva, es muy peligrosa la contaminación del feminismo por utopías radicales de otro carácter que, enmascaradas tras sus loables propósitos, nos quieren vender mercancía averiada.
Así, la sustitución de la lucha de clases, enfoque tan obsoleto como fracasado, por el choque estructural entre los hombres como grupo opresor que reemplaza en este esquema maniqueo a la burguesía capitalista y las mujeres como sector oprimido que juega el papel del proletariado, es un disparate de consecuencias deletéreas para la institución familiar, para el equilibrio psicológico de muchas personas y para la buena marcha de la economía.
El manifiesto de la huelga del 8-M es un ejemplo paradigmático de instrumentalización del feminismo para objetivos políticos totalmente ajenos a su idiosincrasia para desviarlo torticeramente de su auténtico cauce. La proliferación de condenas del capitalismo, del neoliberalismo y del imperialismo, además de agitar estandartes fosilizados por la rápida evolución de las sociedades globalizadas del siglo XXI, enseñan la patita de partidos políticos a los que la suerte de las mujeres les importa muy poco, y buena prueba de ello es el uso descarado que hacen de sus justas reivindicaciones para propagar recetas ideológicas periclitadas, divisivas y potencialmente violentas.
Afortunadamente, el contra-manifiesto “No nacemos víctimas”, que cuenta como primera firmante con Teresa Giménez Barbat y que viene respaldado por nombres de tanta solvencia intelectual, personal y profesional como Cayetana Álvarez de Toledo, Cristina Losada, Elvira Roca, María San Gil y Anna Grau, entre otras muchas mujeres que destacan por su independencia de criterio y su valiosa contribución a hacer de España un país mejor y más respetado, ha puesto las cosas en su sitio y ha dejado claro que los excesos doctrinarios y los planteamientos catastrofistas del redactado por los ideólogos del colectivismo liberticida poco tienen que ver con la realidad de nuestra sociedad.
Los hombres y las mujeres, como muy bien señalan las promotoras de “No nacemos víctimas”, no somos enemigos por definición ni se puede hablar en la actualidad en España de cosa tal como el “heteropatriarcado”, término apolillado de nula aplicación a nuestro contexto cotidiano en Europa.
Lo que se echa de menos en los inflamados párrafos del texto de apoyo a la llamada huelga feminista del 8-M es una denuncia, que sí aparece en el otro manifiesto aquí aludido, del trato infame, cruel e inhumano que soportan las mujeres en determinados países musulmanes, donde son consideradas objetos de usar y tirar y donde su dignidad es pisoteada sin piedad. En definitiva, que la base conceptual y moral del manifiesto supuestamente feminista del 8-M reúne tres rasgos que lo desposeen de credibilidad: su acartonado anacronismo, su indisimulado sectarismo y su inescrupulosa parcialidad.