El siglo XIX es para España el de la desaparición del Imperio y el sometimiento a potencias extranjeras, como Inglaterra y Francia, que le fijaban la política internacional, la industrial y hasta los matrimonios reales. Sin embargo, empezó con buenos auspicios. A pesar de padecer un monarca tan inepto como Carlos IV y el valido más corrupto de nuestra historia como fue Manuel Godoy, los primeros años continuaron la historia admirable de la España imperial.
Entre 1803 y 1806, se produjo la proeza científica de la Real Expedición Filantrópica de la Viruela, financiada por la Corona, la primera campaña de vacunación de ámbito mundial. Y en esa primera década del siglo XIX se realizó la última expansión territorial de la España peninsular.
En las guerras que desencadenó la Francia revolucionaria, primero como república y luego como imperio napoleónico, España fue aliada de París en una especie de cuarto Pacto de Familia. Después de ser derrotada en la Guerra de la Convención (1793-1795), el rey de España firmó el Tratado de San Ildefonso (1796) con el Directorio francés, que unió a ambos gobiernos contra su enemigo común: Gran Bretaña.
Gracias al Tratado de Amiens (1802), debido a una nueva victoria francesa sobre la Segunda Coalición instigada por Londres, España recobró definitivamente la isla de Menorca, perdida en la guerra de Sucesión. Entre las campañas menores de esa guerra, se encuentra la Guerra de las Naranjas, en la que tropas españolas y francesas invadieron Portugal en mayo de 1801 al negarse la monarquía de los Braganza a romper su alianza con Inglaterra. En el Tratado de Badajoz, suscrito en junio de 1801, Portugal cedió la villa de Olivenza a España.
De los largos años de Godoy como valido, lo único positivo que quedó para España fue la conquista de Olivenza y la recuperación de Menorca.
Olivenza, que ahora tiene casi 12.000 habitantes, se encuentra a 24 kilómetros al sur de Badajoz, plaza fuerte desde la que penetraron en Portugal varias invasiones. Aparece en la historia a mediados del siglo XIII con el avance de la Reconquista, como encomienda concedida a los templarios por Alfonso X el Sabio.
En el Tratado de Alcañices (1297), Castilla consiguió que Portugal retirase su apoyo al infante Juan en la guerra civil y uno de los precios fue la entrega de Olivenza, desde entonces territorio portugués. Como la ciudad está en la orilla izquierda del Guadiana, el rey Manuel I construyó el puente de Ajuda para unirla a su reino, en concreto a Elvas, muralla frente a Badajoz, con su fortaleza. Este puente se destruyó en las guerras de Sucesión y las Naranjas, y no se ha reconstruido desde entonces.
Durante la guerra de Independencia, tropas portuguesas ocuparon Olivenza en abril de 1811. La reacción del mariscal británico William Beresford (al que los españoles habían apresado en 1806 en Buenos Aires cuando trató de conquistarla con ayuda lusa), que era entonces jefe del Ejército portugués, consistió en ordenar la entrega de la ciudad a España.
Una vez vencido Napoleón, el Congreso de Viena trató de devolver Europa a la situación anterior a la Revolución, incluidas las fronteras. El embajador portugués pidió la retrocesión de Olivenza, pero el artículo 105 del Acta Final del Congreso se limitó a instar a ambas cortes a solucionar la disputa mediante conversaciones.
El rey Fernando VII no aceptó el Acta de Viena y, además, ésta coincidió con el apoderamiento por parte de Portugal de la Banda Oriental y su anexión a Brasil, donde entonces residía el rey Juan VI. No obstante, cuando en 1817, Madrid se adhirió al Acta de Viena, las otras potencias signatarias (Gran Bretaña, Austria, Rusia, Francia y Prusia) no le presionaron para ceder Olivenza ni negociar con Lisboa.
Los distintos Gobiernos españoles consideran que se cumplió el compromiso y no reconocen la existencia de un conflicto. Sus diplomáticos y juristas consideran que el artículo 105 se incluyó en el Acta como una manera de calmar la insistencia portuguesa y que el silencio de la comunidad internacional muestra la falta de razón de Lisboa.
A diferencia de la reclamación de la colonia de Gibraltar por Madrid, que ha motivado varias votaciones en las Naciones Unidas, en las que la Asamblea General se ha pronunciado a favor de su reintegración a España, Portugal nunca ha planteado la devolución de Olivenza ante los organismos internacionales ni ha protestado la soberanía española.
Uno de los ejemplos más recientes ocurrió en el Tratado de Amistad y Cooperación entre España y Portugal (1977). Su artículo 2º está redactado así: «Las Partes Contratantes, en el respecto a la igualdad soberana y a la identidad de cada una de ellas, reafirman a la inviolabilidad de sus fronteras comunes y la integridad de sus territorios, absteniéndose de cualquier injerencia en los asuntos propios de la otra parte».
Es decir, Portugal, en vez de reclamar Olivenza, ratificaba las fronteras vigentes entre ambas naciones desde principios del siglo XIX. Y las últimas declaraciones del ministro de Defensa, Nuno Melo, en el sentido de que sus opiniones al respecto no comprometen al Gobierno confirman la inexistencia de razones jurídicas para la pretensión de algunos irredentistas.
España y Portugal suponen una de las excepciones más sorprendentes de las relaciones internacionales de los últimos doscientos años. Han disfrutado de una paz ininterrumpida entre ellos y de la ausencia de conflictos territoriales en la raya, mientras que casi todos los demás países del mundo han sufrido (o se han beneficiado) de modificaciones de sus fronteras. De ello tendrían que estar orgullosos ambos pueblos.