Han pasado ocho días desde que VOX arrancara la campaña electoral en la plaza del Ayuntamiento de Valencia ante más de 4.000 personas. Once ciudades en ocho días de furgoneta que hoy para en Castilla-La Mancha.
Abascal viaja en el sitio del copiloto y aprovecha para descansar antes de la primera parada del viaje. En el coche le acompañan tres personas de su equipo y quien escribe estas líneas. En otro vehículo van dos fotógrafos, los responsables de las decenas de fotos y vídeos que ilustran los kilómetros de VOX durante esta campaña.
Son las nueve de la mañana cuando dejamos atrás la capital y nos adentramos en el campo manchego, que este año ha pasado del verde al marrón demasiado pronto como consecuencia de la sequía. Cuando estamos a apenas unos kilómetros del primer destino paramos en un bar de carretera; Abascal prefiere no bajar todavía de la furgoneta; no quiere desconcentrarse, y encarga una tortilla francesa con atún para desayunar. «Yo me quedo aquí trabajando, id vosotros», dice. Su equipo se refiere a él como el jefe. Un calificativo que lejos de pronunciarse con un cariz autoritario, suena con el tono de quien admira desde la cercanía. Abascal y su personal parecen amigos, lo son, llevan juntos ya demasiados años como para hacer distinciones.
Después de trabajar en un esquema para el primer mitin del día, Abascal se reúne con nosotros en el bar. Es instantáneo. Un par de señores le reconocen y se abre la veda: uno tras otro los clientes comienzan a acercarse, él les saluda con ganas, con una sonrisa, se hace fotos con todos y en el entretiempo termina su tortilla. Y cuando está a punto de subir de nuevo en la furgoneta un señor llega corriendo. «¡Maestro! ¡Maestro!», le grita a la vez que le da una fuerte palmada en la espalda. Abascal se echa la décima foto de la mañana, entra en el coche dolorido y bromea con pedir una cita en el fisio.
En el coche repasa sus notas. Son sólo eso: una pequeña cuartilla en la que ha escrito un guion. Me lo enseña: «Prefiero que sea natural, el resto es entrenamiento y rodaje«.
A las 12 en punto, la hora marcada para el inicio del acto en la plaza de los Mercedarios de Ciudad Real, sale del coche con decisión. Le sigo como puedo, aunque es prácticamente imposible hacerlo. Todos quieren darle la mano, hacerse una foto con él, decirle algo. «Santi, ¡sácanos de donde nos quieren meter!«, le pide un señor. «¡Este año, Presidente!», exclama otro. «¡Le he dado la mano!», celebra un joven y una señora le mira con ojos libidinosos mientras le acaricia el brazo y comenta: “¡Qué bueno está!”.
El camino al escenario me parece de película, le sigo pegada a su personal de seguridad —qué necesarios— y observo las caras de los seguidores que me voy cruzando. Sonrisas, asentimientos, gritos y, sobre todo, emoción. Tanta que me impresiona ver a varios niños, y a otros para nada niños, que me recuerdan que no sólo las mujeres nos emocionamos con facilidad.
Por un momento dudo de si me he metido por error en un mitin de Podemos. O del PSOE. O de los de Feijoo. Hay de todo, no soy capaz de encasillar al seguidor de VOX en un perfil concreto; aquí cada uno tiene su estilo y los atuendos que se entremezclan en la plaza se parecen entre sí como un huevo a una castaña. Entre la heterogeneidad del gentío, un nexo: la fidelidad a España, y a VOX, y a Santi; sobre todo a él. Y él se para con todos, dedica a cada uno unos segundos y avanza con lentitud.
La plaza está abarrotada, la convocatoria ha sido un éxito. Se han colocado 500 sillas, todas están ocupadas, y la marabunta de gente que se ha quedado de pie se extiende hasta los extremos del espacio. A mi lado dos señoras muy arregladas sujetan una bandera de España repleta de nombres. Son guardias civiles, asesinados por ETA. «Tiene sangre esta bandera», me comenta una de ellas sin mirarme: no le quita ojo a Abascal que se ha sentado en una de las sillas de la primera fila para escuchar a los candidatos que intervienen antes que él. En el centro de la plaza sobresale la estatua de San Juan de Ávila. Varias personas se apoyan en ella; entre ellas una chica que ondea con brío la bandera nacional. No para de sonreír, ni de llorar.
Cuando llega su turno, Abascal improvisa su intervención, pero lo hace siguiendo su esquema al dedillo y sin olvidar ninguno de los puntos centrales del programa de VOX, esos que están destacados en el pequeño papel. Plan hidrológico nacional, construcción de presas, autónomos, defensa de la propiedad privada, seguridad… y, con todo ello, el objetivo de convertirse en el verdadero dique de contención del sanchismo. Los aplausos se repiten casi al final de cada afirmación, es como si Abascal supiese controlar con su entonación al gentío para que reaccione con menor o mayor efusión. De repente una señora aprovecha un cortísimo silencio y grita: «¡Vete a tomar por culo!». Abascal se ríe, le resta importancia y la plaza al unísono grita «¡Presidente, presidente!» para acallar a la inoportuna y conseguir que se vaya con éxito.
El presidente de VOX coloca con maestría los temas y señala con precisión. A Page, «que es socio de Bildu» como el «traidor» de Sánchez; a Ayuso, que ha venido para «lavar la cara» a su partido; y al PP, ese que «no cambia ni deroga nada».
La gente se levanta de sus asientos cuando el líder recuerda que Sánchez gobierna con «asesinos». Todos, no sólo los siete que van en las listas de Bildu después de haber sido condenados por delitos de sangre. «El que señala y el que dispara», incide Abascal y la plaza se pone en pie con vítores y aplausos. La chica de la bandera sigue emocionada, el brillo en sus ojos, la sonrisa enmarcada en su cara con un aguante que me hipnotiza.
El mitin termina y Abascal emprende de nuevo la aventura hacia el coche. Intento seguirle y me rindo pronto. Me aplastan, me empujan, todos quieren felicitarle. Llego a la furgo como puedo y le espero dentro con la duda de que pueda llegar de una pieza entre tanta efusividad. «¡Me prometiste una foto!», le dice un joven mientras le agarra cuando ya tiene una pierna dentro del vehículo. Él se la hace y, una vez dentro, pide que le abran la ventana del techo para asomarse, saludar una última vez y dar las gracias. Alucino con la escena y por un instante me parece que estoy de gira con una estrella del rock.
Mientras nos alejamos, se disipa poco a poco la adrenalina. «Qué locura». Me comentan que suele ser así, pero que la gente de Ciudad Real ha mostrado una emoción particular. Recuerdo a un hombre que se desgañitaba desde la segunda fila: «¡Bien hablao, bien hablao!». El equipo está de acuerdo, ha salido todo bien y Abascal está contento. Contento y descamisado de tanto abrazo.
Paramos a comer. Abascal bebe agua y pide salmorejo y secreto. Come con ganas y no para de mirar el móvil: está preocupado porque no hay cobertura dentro del restaurante y decide tomar el café en la terraza para poder seguir trabajando. Lo que le dejan. Varias personas le miran desde la distancia mientras cuchichean hasta que uno de ellos da el primer paso: «¡Os vamos a votar! Es sentido común». Los camareros que previamente nos han servido la comida salen del comedor y le piden una foto, también viene una familia con niños, una pareja de mediana edad, un chico de unos 30… así hasta que decide meterse en la furgoneta para preparar el resto del día. En el salpicadero guarda el postre que no ha pedido en el restaurante: chocolate Valor 70% y unas nueces que ha tomado este mañana antes de hablar en Ciudad Real.
VOX, como agua de mayo
Lo siguiente en la agenda del día son unas declaraciones a los medios en Tomelloso que comienza a las cinco. Son las cuatro de la tarde y Abascal se queda en el coche, de nuevo concentrado, repasando sus notas junto a un asesor.
Y mientras el resto hacemos tiempo en una terraza, comienza a llover. «¡Agua!», celebra una camarera desde dentro del local en el que estamos. Es el clamor de quien no ve llover desde hace demasiado. Me entero de que en Tomelloso lleva más de 100 días sin hacerlo, una situación por la que los agricultores de la región pidieron al Gobierno la declaración de zona catastrófica. La lluvia para un poco y llega Abascal. Pide un café. La camarera tarda unos instantes en reconocerle, y se mete corriendo dentro del bar para avisar a otra compañera. Ambas llevan pulseras de la España viva, abrazan a Abascal y le comentan que van a votarle porque «es auténtico». «Ha sido llegar tú y llegar el agua, como agua de mayo. No te vayas lejos que la necesitamos mucho«, dice una de ellas.
De vuelta en la furgoneta, el presidente de VOX repasa sus notas en voz alta. «Cambio de rumbo total», le escucho murmurar mientras pasamos por una plaza en la que dos bancos pintados con la bandera gay contrastan con los carteles pegados en las paredes del candidato de VOX a la presidencia de Castilla-La Mancha, David Moreno. Abascal prefiere fijarse en un centenario olivo que decora el centro de una glorieta: «Qué pasada».
El canutazo con los medios se ha convocado frente al Museo del Carro, pero a la cita no sólo han acudido periodistas, parece que se ha corrido la voz. Veo venir a unas treinta personas vestidas de gala, resulta que vienen de una comunión. «Ya sabes cómo es esto de los pueblos, Santi», justifica uno cuando llegan a su lado. Abascal aprovecha su declaración a los medios para denunciar la enésima agresión a miembros del partido de la que le han informado, esta vez en Vitoria.
Cuida lo tuyo
Volvemos a la carretera y ponemos rumbo a Albacete. Ya no llueve. Me pregunto cómo tiene que ser vivir esto todos los días, pienso en la semana que resta para los comicios y me agoto. «Al final te acostumbras», me dicen. En el camino: una nueva cuartilla, llamadas, otro esquema, más llamadas. La idea es que el próximo mitin gire en torno a las mismas máximas que el de Ciudad Real pero cambie la estructura.
Cuando llegamos a la Plaza Virgen de los Llanos en Albacete me digo a mí misma que las encuestas tienen que estar equivocadas. Que si la encuesta es la calle aquí VOX va a arrasar: más de 1.000 personas se agolpan alrededor del escenario mientras las campanas de la catedral acompañan el goteo de personas que no paran de llegar. Abascal gasta los minutos que faltan para el comienzo dentro de la furgoneta charlando con los candidatos y firmando una bandera de VOX —«las de España no se firman»— para una niña discapacitada. «Está muy lejos, Santi, y hay demasiada gente», le contestan cuando insiste en ir a saludarla.
El paseíllo se repite. Lloros, gritos, abrazos, fotos, lloros, gritos, abrazos, fotos… y una afirmación para arrancar el mitin que me hace dudar de si he pensado en voz alta: «¡Esta plaza no sale en las encuestas!», grita Abascal una vez en el atril.
«VOX dice lo mismo en toda España y no engaña a nadie», continúa, y aprovecha para responder al presidente del PP, Alberto Núñez Feijoo, que hoy ha apelado, de nuevo, al voto útil. «Han sido inútiles para derogar las políticas de la izquierda y lo útil es defender convicciones», incide. Y en la plaza resuena al unísono un sonoro «¡nada!» cuando el presidente de VOX pregunta a los asistentes qué ha cambiado en España el PP.
De camino a Madrid paramos a cenar. Es un sitio de brasas pero Abascal pide otra tortilla francesa con atún aunque esta vez le añade dos chorizos: «Así no me quedo con hambre». El camarero se dirige a él: «Soy colombiano y me gustó mucho lo que hicisteis cuando vino Gustavo Petro». Más fotos y, antes de irse, los dueños del local le regalan varias cajas de miguelitos que él después reparte a su personal.
En el coche sigue con el móvil, revisando vídeos, subiendo cosas a su cuenta de Instagram: «Me gusta hacerlo yo». Y cuando estamos a punto de llegar a la capital le llama uno de sus hijos; parece que el ratoncito Pérez también llega esta noche. «Te pones un hilito alrededor del diente y cierras la puerta. No tengas miedo, no pasa nada. Si no, yo te ayudo cuando llegue», le escucho decir mientras entramos en Madrid. Automáticamente me acuerdo del lema de campaña de VOX: «Cuida lo tuyo».