En realidad, frente al positivismo de Kelsen, toda constitución implica un poder preexistente a ella, que viene instituido por la voluntad de la Nación.
Ni el intento golpista, ni la posterior huida de empresas de CataluƱa han conseguido alterar el equilibrio de fuerzas de los partidos independentistas y los denominados partidos constitucionalistas. Las elecciones catalanas convocadas vĆa art 155 CE, sólo han servido para confirmar lo que ya sabĆamos, que la sociedad catalana estĆ” dividida.
Pero lo que mĆ”s desasosiego provoca, es la falta de proyecto nacional de esos partidos llamados constitucionalistas. Las sucesivas declaraciones de sus lĆderes, aludiendo a una reforma constitucional que ninguno es capaz de concretar, pero, sobre todo, aceptando que con tal que vuelvan a la legalidad, los separatistas podrĆ”n seguir persiguiendo sus fines, que no lo olvidemos, son los de romper EspaƱa, desde luego no anticipa buena solución al problema. Ya causa bastante estupor que las organizaciones polĆticas que han gestado y respaldado la sedición y rebelión en CataluƱa, con sus lĆderes investigados a la cabeza, puedan presentarse como si tal cosa a unas elecciones democrĆ”ticas. Que pueda barajarse la investidura como presidente de la Generalidad del fugado Puigdemont o del preso Junqueras es un vergonzoso esperpento, pero si ademĆ”s nos anuncian que podrĆ”n seguir campando por sus respetos manejando recursos pĆŗblicos, con tal que respeten las formas, la zozobra que nos invade es total.
El constitucionalismo formal ampararĆa la destrucción de la Nación que como sujeto constituyente le sirve de fundamento y le da significado.
«La Nación precede a cualquier constitución»
Parece entonces que serĆa conveniente adivinar quĆ© es lo que se designa realmente en este contexto polĆtico con esa denominación de partidos constitucionalistas. En una primera aproximación, si con ello se quiere expresar que en el respeto a la Constitución encontramos la salvaguarda contra cualquier intento de romper la unidad de EspaƱa, no podrĆamos estar mĆ”s tranquilos. Dice el art. 2 de la Carta Magna que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación espaƱola, patria comĆŗn e indivisible de todos los espaƱoles. Acierta de pleno este precepto porque la Nación precede a cualquier constitución, y por tanto, proclamarse constitucionalista serĆa proclamarse, al fin y a la postre, en favor de la defensa de la Nación espaƱola.
Pero claro, cuando desde ese bloque constitucionalista surgen voces a favor de entender EspaƱa como un Estado plurinacional, no sólo se estĆ” perseverando en una polĆtica que, desde la creación del Estado de las AutonomĆas, ha demostrado ser nefasta a la hora de reconducir las ansias del separatismo, sino que se estĆ” renegando de ese primer pĆ”rrafo del art. 2 CE, porque en vez de una sola comunidad nacional soberana, existirĆan unas cuantas, agrupadas bajo la forma de Estado, es decir, EspaƱa dejarĆa de ser una Nación. Y es que mucho nos tememos que el significado de āconstitucionalistaā cuando es usado para aludir a PP, PSOE y C,s, tiene mĆ”s que ver con el normativismo constitucionalista de Kelsen, que con la idea de defensa de la Nación espaƱola.
ParaĀ Kelsen todo orden jurĆdico concreto y toda comunidad en el que se inscribe, se disuelven en una serie de normas vigentes, que adquieren sentido y validez a travĆ©s de la norma fundamental que es la Constitución. De esta forma, el Estado es un fenómeno puramente normativo y la Nación no es algo que antecede a la ley, es el marco territorial en que se aplica, renunciando a concebir la Nación, la soberanĆa y laĀ legalidadĀ en tĆ©rminos de una relación causal sucesiva, para pasar a entender la Constitución dentro de la teorĆa pura del derecho como la ley suprema que faculta el ejercicio soberano de la autoridad en el territorio nacional.
Las consecuencias de abrazar esta concepción son radicales. El problema del separatismo constituirĆa una cuestión de mera legalidad, de suerte que la celebración de un referĆ©ndum de autodeterminación, la creación de una Nación catalana, o vasca, o gallega o las que sea menester crear a capricho de nuestra clase dirigente, serĆa perfectamente legĆtimo si se ajustara a los trĆ”mites legalmente previstos, porque la Constitución ampararĆa Ā«la defensa de concepciones ideológicas que, basadas en un determinado entendimiento de la realidad social, cultural y polĆtica, pretendan para una determinada colectividad la condición de comunidad nacional, incluso como principio desde el que procurar la conformación de una voluntad constitucionalmente legitimada para, mediando la oportuna e inexcusable reforma de la Constitución, traducir ese entendimiento en una realidad jurĆdicaĀ» (STC 31/2010 FJ 12).
Es decir, paradójicamente, la Constitución formal, ampararĆa la destrucción de la Nación que como sujeto constituyente le sirve de fundamento y le da significado, porque, por muchos malabarismos jurĆdicos que se quieran hacer con los conceptos de comunidad nacional y Nación para encajarlos con el polĆ©mico y discutible tĆ©rmino ānacionalidadā que introdujo la Constitución de 1978, lo cierto es que no hay mĆ”s Nación y comunidad nacional que la espaƱola, y la creación de nuevas comunidades nacionales en su seno supone reconocer un poder constituyente en potencia, incompatible con la soberanĆa nacional.
La Nación precede a cualquier constitución
En realidad, frente al positivismo de Kelsen, toda constitución implica un poder preexistente a ella, que viene instituido por la voluntad de la Nación. Carl Schmitt lo comprende perfectamente al distinguir entre el poder constituyente (Verfassung) y la constitución escrita (Verfassungsgesetz). El poder constituyente no viene representado por un supuesto consenso social, que serĆ” relevante en la redacción de una constitución concreta en un tiempo concreto. El poder constituyente previo viene determinado por los principios bĆ”sicos inamovibles que conforman la unidad polĆtica en torno a la Nación. El ethos nacional no estĆ” subordinado al derecho positivo, sino que lo fundamenta, supone unĀ telosĀ comĆŗn que implica un lĆmite infranqueable, que ninguna ley positiva, incluida la Constitución, puede transgredir a riesgo de desvirtuar laĀ legitimidadĀ del sistema polĆtico y su sustantividad misma.
Si el epĆteto āconstitucionalistaā sólo se refiere al respeto por la actual Constitución escrita, realidad jurĆdica contingente, no tiene mĆ”s interĆ©s que desde el punto de vista de la eficacia del Ordenamiento JurĆdico, cuestión no baladĆ, desde luego, pero insuficiente, al ser sólo una consecuencia del orden objetivo en que se sustenta la sociedad de ciudadanos espaƱoles libres e iguales. Lo que verdaderamente merece mayor consideración y atención polĆtica es la salvaguarda del poder constituyente, que sólo reside en la voluntad de la Nación espaƱola. La Nación, como realidad superior transcendental, se basa en la necesaria permanencia de una sola comunidad nacional, la ruptura de esa realidad comĆŗn, implica la desaparición del poder constituyente originario y legitimador del mismĆsimo Estado. Por ello, entender que cabe un derecho de autodeterminación para CataluƱa, o cualquier otra región espaƱola, con tal que se reconozca a travĆ©s de los trĆ”mites constitucionalmente previstos, es lisa y llanamente aceptar que EspaƱa se puede romper, lo que seguirĆ” siendo ilegitimo, por mucho que se realice conforme a la legalidad formal y sea aprobado o no por una mayorĆa, porque dichas decisiones vulnerarĆan el punto de partida esencial a partir del cual nace el nomos socialmente establecido y por tanto impedirĆa la continuidad de su orden jurĆdico, polĆtico y cultural.
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