«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

'Romper España conforme a Derecho'

En realidad, frente al positivismo de Kelsen, toda constitución implica un poder preexistente a ella, que viene instituido por la voluntad de la Nación.


Ni el intento golpista, ni la posterior huida de empresas de Cataluña han conseguido alterar el equilibrio de fuerzas de los partidos independentistas y los denominados partidos constitucionalistas. Las elecciones catalanas convocadas vía art 155 CE, sólo han servido para confirmar lo que ya sabíamos, que la sociedad catalana está dividida.
Pero lo que más desasosiego provoca, es la falta de proyecto nacional de esos partidos llamados constitucionalistas. Las sucesivas declaraciones de sus líderes, aludiendo a una reforma constitucional que ninguno es capaz de concretar, pero, sobre todo, aceptando que con tal que vuelvan a la legalidad, los separatistas podrán seguir persiguiendo sus fines, que no lo olvidemos, son los de romper España, desde luego no anticipa buena solución al problema. Ya causa bastante estupor que las organizaciones políticas que han gestado y respaldado la sedición y rebelión en Cataluña, con sus líderes investigados a la cabeza, puedan presentarse como si tal cosa a unas elecciones democráticas. Que pueda barajarse la investidura como presidente de la Generalidad del fugado Puigdemont o del preso Junqueras es un vergonzoso esperpento, pero si además nos anuncian que podrán seguir campando por sus respetos manejando recursos públicos, con tal que respeten las formas, la zozobra que nos invade es total.
El constitucionalismo formal ampararía la destrucción de la Nación que como sujeto constituyente le sirve de fundamento y le da significado.

«La Nación precede a cualquier constitución»

Parece entonces que sería conveniente adivinar qué es lo que se designa realmente en este contexto político con esa denominación de partidos constitucionalistas. En una primera aproximación, si con ello se quiere expresar que en el respeto a la Constitución encontramos la salvaguarda contra cualquier intento de romper la unidad de España, no podríamos estar más tranquilos. Dice el art. 2 de la Carta Magna que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles. Acierta de pleno este precepto porque la Nación precede a cualquier constitución, y por tanto, proclamarse constitucionalista sería proclamarse, al fin y a la postre, en favor de la defensa de la Nación española.
Pero claro, cuando desde ese bloque constitucionalista surgen voces a favor de entender España como un Estado plurinacional, no sólo se está perseverando en una política que, desde la creación del Estado de las Autonomías, ha demostrado ser nefasta a la hora de reconducir las ansias del separatismo, sino que se está renegando de ese primer párrafo del art. 2 CE, porque en vez de una sola comunidad nacional soberana, existirían unas cuantas, agrupadas bajo la forma de Estado, es decir, España dejaría de ser una Nación. Y es que mucho nos tememos que el significado de “constitucionalista” cuando es usado para aludir a PP, PSOE y C,s, tiene más que ver con el normativismo constitucionalista de Kelsen, que con la idea de defensa de la Nación española.
Para Kelsen todo orden jurídico concreto y toda comunidad en el que se inscribe, se disuelven en una serie de normas vigentes, que adquieren sentido y validez a través de la norma fundamental que es la Constitución. De esta forma, el Estado es un fenómeno puramente normativo y la Nación no es algo que antecede a la ley, es el marco territorial en que se aplica, renunciando a concebir la Nación, la soberanía y la legalidad en términos de una relación causal sucesiva, para pasar a entender la Constitución dentro de la teoría pura del derecho como la ley suprema que faculta el ejercicio soberano de la autoridad en el territorio nacional.
Las consecuencias de abrazar esta concepción son radicales. El problema del separatismo constituiría una cuestión de mera legalidad, de suerte que la celebración de un referéndum de autodeterminación, la creación de una Nación catalana, o vasca, o gallega o las que sea menester crear a capricho de nuestra clase dirigente, sería perfectamente legítimo si se ajustara a los trámites legalmente previstos, porque la Constitución ampararía «la defensa de concepciones ideológicas que, basadas en un determinado entendimiento de la realidad social, cultural y política, pretendan para una determinada colectividad la condición de comunidad nacional, incluso como principio desde el que procurar la conformación de una voluntad constitucionalmente legitimada para, mediando la oportuna e inexcusable reforma de la Constitución, traducir ese entendimiento en una realidad jurídica» (STC 31/2010 FJ 12).
Es decir, paradójicamente, la Constitución formal, ampararía la destrucción de la Nación que como sujeto constituyente le sirve de fundamento y le da significado, porque, por muchos malabarismos jurídicos que se quieran hacer con los conceptos de comunidad nacional y Nación para encajarlos con el polémico y discutible término “nacionalidad” que introdujo la Constitución de 1978, lo cierto es que no hay más Nación y comunidad nacional que la española, y la creación de nuevas comunidades nacionales en su seno supone reconocer un poder constituyente en potencia, incompatible con la soberanía nacional.

La Nación precede a cualquier constitución

En realidad, frente al positivismo de Kelsen, toda constitución implica un poder preexistente a ella, que viene instituido por la voluntad de la Nación. Carl Schmitt lo comprende perfectamente al distinguir entre el poder constituyente (Verfassung) y la constitución escrita (Verfassungsgesetz). El poder constituyente no viene representado por un supuesto consenso social, que será relevante en la redacción de una constitución concreta en un tiempo concreto. El poder constituyente previo viene determinado por los principios básicos inamovibles que conforman la unidad política en torno a la Nación. El ethos nacional no está subordinado al derecho positivo, sino que lo fundamenta, supone un telos común que implica un límite infranqueable, que ninguna ley positiva, incluida la Constitución, puede transgredir a riesgo de desvirtuar la legitimidad del sistema político y su sustantividad misma.
Si el epíteto “constitucionalista” sólo se refiere al respeto por la actual Constitución escrita, realidad jurídica contingente, no tiene más interés que desde el punto de vista de la eficacia del Ordenamiento Jurídico, cuestión no baladí, desde luego, pero insuficiente, al ser sólo una consecuencia del orden objetivo en que se sustenta la sociedad de ciudadanos españoles libres e iguales. Lo que verdaderamente merece mayor consideración y atención política es la salvaguarda del poder constituyente, que sólo reside en la voluntad de la Nación española. La Nación, como realidad superior transcendental, se basa en la necesaria permanencia de una sola comunidad nacional, la ruptura de esa realidad común, implica la desaparición del poder constituyente originario y legitimador del mismísimo Estado. Por ello, entender que cabe un derecho de autodeterminación para Cataluña, o cualquier otra región española, con tal que se reconozca a través de los trámites constitucionalmente previstos, es lisa y llanamente aceptar que España se puede romper, lo que seguirá siendo ilegitimo, por mucho que se realice conforme a la legalidad formal y sea aprobado o no por una mayoría, porque dichas decisiones vulnerarían el punto de partida esencial a partir del cual nace el nomos socialmente establecido y por tanto impediría la continuidad de su orden jurídico, político y cultural.
 
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