Antonio Miguel, propietario de varios olivares que está sufriendo la expropiación de sus terrenos a manos de empresas privadas que construirán placas solares, ha roto a llorar esta mañana en Espejo Público (Antena 3) al ser preguntado por su situación. Emocionado y entre sollozos, el agricultor ha relatado el drama personal que vive junto a otros compañeros del campo andaluz, víctimas de un proceso que, según denuncia, pone en peligro siglos de tradición agraria.
«No quiero ni dinero ni alquileres. Sólo deseo seguir con mis olivos, vivir de ellos como he hecho siempre», ha declarado, visiblemente afectado, mientras ha explicado que se ha visto obligado a arrendar sus tierras por miedo a perderlas. Antonio es uno de los muchos agricultores que, ante la presión de las compañías energéticas respaldadas por resoluciones administrativas, optan por lo que consideran el «mal menor» para evitar una expropiación forzosa.
El testimonio de Antonio ha dejado al descubierto una situación que, según los afectados, está generalizándose: la instalación masiva de parques fotovoltaicos en terrenos agrícolas tradicionales. Las empresas, amparadas en una política energética favorable al desarrollo de renovables, están ocupando fincas históricas, muchas veces mediante acuerdos que, en realidad, no dejan margen de elección a los propietarios.
En su intervención televisiva, Antonio ha recordado que algunos de sus olivos tienen más de trescientos años. Árboles centenarios que han resistido el paso del tiempo, las guerras y las sequías, pero que ahora corren el riesgo de desaparecer bajo campos de paneles solares. “Lo llaman progreso, pero para nosotros es la destrucción de todo lo que hemos construido durante generaciones», ha lamentado.
El agricultor ha explicado que la Junta de Andalucía le envió comunicaciones en las que se le ofrecían dos opciones: alcanzar un pacto con la compañía eléctrica o asumir la expropiación. Una negociación que califica de «imposición disfrazada de acuerdo». «Nos dicen que es amistoso, pero si no firmas, te quitan la tierra. ¿Dónde está la libertad?», se ha preguntado con amargura zanjando que «esto es una dictadura».
El contrato de arrendamiento le dejará unos ingresos de alrededor de 3.000 euros por hectárea, una cantidad que no compensa, en su opinión, la pérdida emocional y simbólica de sus tierras. «Después de toda una vida cuidando este campo, me encuentro con que no tengo alternativa. ¿Qué clase de democracia es esta, en la que tienes que entregar tu finca para no perderla por completo?», se ha preguntado entre lágrimas.