«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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el paradigma predominante es socialdemócrata

El agotamiento de la UE de los burócratas, un sistema que legisla contra los europeos

El viernes pasado un hombre atacó con un cuchillo a un grupo de personas que preparaban una manifestación política en la céntrica plaza Marktplatz, en la ciudad alemana de Mannheim. Las imágenes en las redes mostraron al victimario con detalle, en particular su enajenado rostro tallado en odio, su mano fusionada con el puñal que movido a repetición buscaba cualquier carne humana, toda la sangre posible en la brecha de tiempo que durara su carnicería. Existe una toma que muestra el crucial momento en el que incrustaba su arma en la espalda a un policía, que a su vez se dedicaba afanosamente a inmovilizar a otro hombre que había querido detener al atacante. El policía murió poco después, pero la imágen tendrá una exitosa carrera como «meme», esa forma novedosa que encontraron las metáforas visuales para viralizarse, porque dice mucho de la Europa actual.

Quiso el destino que esta postal, de la «institucionalidad» inmovilizando al inocente, mientras el chacal se despacha a gusto contra inmovilizador e inmovilizado, se plasmara a pocos días de la celebración de las elecciones europeas. Unas elecciones marcadas a fuego por tensiones bélicas como no se veían en décadas. Atravesadas, también, por un enorme descontento del votante de a pie contra su clase dirigente, una crisis económica y energética progresivas, y una crisis migratoria con tantas aristas que cuesta abarcarla en la tosca simplicidad de una campaña política. En la convicción de que están salvando al mundo, quienes manejan Europa han procurado censurar y reeducar a sus ciudadanos mientras generaban políticas suicidas, dialectizantes y descabelladas; de una muy dudosa moral democrática. No será fácil recomponer una sociedad tan desorientada como la que muestra la postal de Mannheim.

Se mire donde se mire, los partidos del establishment, la vieja política, la casta o como se los quiera llamar, son vistos como responsables, la causa y efecto de todas esas penosas crisis juntas en toda Europa. Puede que todavía estén al mando, y es posible que se hayan asegurado mecanismos de supervivencia institucionales a dicho fin, pero su atractivo ha muerto y está sepultado. Ese atractivo, su superpoder fue el sistema de protección socialdemócrata que garantizaba la felicidad y el progreso, y que soñaron eterno. Un grupo de líneas dentro de las cuales pintar, trazadas en el siglo pasado por la antigua élite bipartidista (por cierto y en comparación, más preparada, culta, íntegra y eficaz). Este grupo de líneas consistía también en un arco escueto de apertura política que permitía que la alternancia no dejara a ningún burócrata afuera, compartiendo banderas intocables y teniendo sujeto el poder creciente del Estado como dogma rector. Pero para desgracia de los vencedores, la política nunca es foto, sino película y sigue y sigue.

Una de las características que describe al sistema agotado es su capacidad de legislar en contra de su propia ciudadanía. La legitimidad de sus políticas no deviene del respaldo democrático, sino de su obsesión por moralizar, de arriba hacia abajo, oponiéndose a demandas y valores que subyacen en el debate público. Cuando otros políticos o referentes aluden a dichas demandas, la política tradicional los señala con la estigmatización del término «populismo», como si la chusma no tuviera derecho a pintar por fuera de las rígidas líneas trazadas. En el marco de su retorcida idea de cómo debería ser Europa, este conglomerado de burócratas al timón, al que llamamos élites, sienten como una ingratitud que el pueblo ya no se adhiera a las convicciones del Estado protector. No obstante, los partidarios del sistema, tal como se pensó hace más de medio siglo, siguen convencidos de que es el único posible, y tiene sentido porque en su cotidianidad es un éxito. Pero el sistema de protección está desvencijado y deja muchos caídos. De ahí el uso de populismo, para describir la traición de esos caídos, que en su mayoría, ni llegaron a gozar de los beneficios del estado de bienestar.

La ensoñación socialdemócrata murió, por muchas culpas diversas, pero sobre todo porque se agotó. Las cosas se gastan con el uso y abuso. En paralelo, manifestaciones políticas reactivas a este hegemón surgieron con esfuerzos desordenados, muchas veces contradictorios, electoralmente ineficaces en muchos casos, pero que, a pesar de la andanada profesional y bien pertrechada que tienen en contra, persisten. A veces retroceden y a veces crecen. Esos son los acusados de populistas, tienen en común la denuncia del distanciamiento entre los caídos y sus representantes, la denuncia del secuestro de libertades como la de expresión, de conciencia o de circulación y una despareja defensa de la propiedad privada y el libre comercio. Y sobre todo tienen en común haber sostenido la denuncia de un programa de inmigración que, combinado con la acción afirmativa propia de la socialdemocracia, desvirtuó radicalmente las bondades de las sociedades diversas.

Por más insultos que les prodiguen, los movimientos políticos reactivos al sistema continúan su sinuoso y empinado camino y frente a las elecciones europeas se aglutinan según descontentos en común. Evidencian contradicciones de base que no logran resolver, como sus posturas frente a la existencia misma de la Unión Europea, su posicionamiento frente a las guerras más cercanas, su relación con las autocracias y su apego o no al dogma agendista de Naciones Unidas. Gracias a ellos se palpan las terribles contradicciones de una insólita democracia que usa como insulto «el populismo», es decir, que menosprecia el sentir de sus gobernados.

En este contexto, la postal de Mannheim es la metáfora cruda de la forma suicida en la que los partidos políticos tradicionales europeos, un político tras otro, han buscado acallar, condenar o segar el sentir de sus votantes. Wokismo, alarmismo y un soft totalitarismo son el sistema operativo de la política al mando, que ha conseguido inmovilizar a los votantes con políticas impopulares que demonizan y reprimen el debate. ¡Por ejemplo el debate sobre una política de inmigración tan mal administrada que da por tierra la mismísima idea de la convivencia pacífica y prolífica que dió lugar a la Unión Europea en primera instancia!

Cuando esta versión descascada del proyecto europeísta dejó de convencer, sólo pudieron vigilar y castigar, bajo la sólida noción de que sus países necesitaban ser arrastrados de los pelos al paraíso sostenible y tolerante. No importa qué política pública tomemos ni bajo qué bandera o supuesta protección se la ubique, el programa ha sido el decrecimiento. Decrecimiento cultural y económico, sí, pero sobre todo de calidad de vida y de la relación con los vecinos. Decrecimiento que castiga primero a los caídos, desde ya.

A estas alturas, las crisis autoinflingidas por las dirigencias occidentales, llevan a cada vez más gente a cuestionar los beneficios de un consorcio obsoleto, lógica respuesta a la represión desproporcionada de sentimientos tan válidos como la autopreservación. Este sentimiento tendrá un impacto mayor conforme empeoren las condiciones de vida, y la política tradicional sólo ha sabido dar pasos hacia este derrotero. El actual paradigma dominante ya no ofrece un futuro feliz, ni siquiera viable. Son muchos los europeos que instintivamente empiezan a pensar que el actual sistema de unidad europea no funciona bien para ellos. El sentido debería guiar a los partidos reactivos a la política tradicional a iniciar un proceso de reflexión, sin complejos ni vergüenza, acerca de qué Europa quieren los ciudadanos y qué balance les están rindiendo sus élites. Un diagnóstico sobre la experiencia acumulada y sobre los mecanismos que permitieron que la dirigencia se aleje tanto del ciudadano.

En definitiva, poner sobre la mesa la forma de revertir el proceso de pérdida de independencia. Volver al principio fundacional de las democracias liberales que es el del control al poder, poniendo pie en pared sobre la injerencia excesiva y la cesión de competencias que implican un fuerte déficit democrático, centralizando el poder y alejando al individuo de la toma de decisiones. Los ciudadanos están cansados ​​de que los insulten por no compartir el código de corrección impuesto por una dirigencia vacía de encanto, que diseña políticas desde el vértice de la pirámide social y se impone hacia abajo.

No obstante el sentimiento flota en el aire, esto no significa que se plasme en resultados electorales. Los sentimientos subyacentes contra las élites políticas actuales de Europa son principalmente antisistema porque el paradigma predominante es socialdemócrata, la reactancia en curso favorece a quienes desafían el paradigma, pero esto no significa que se haya ganado la batalla. Ni siquiera se puede hablar de un nuevo paradigma luminoso. La pregunta que subyace es si este descontento alcanza para cambiar la postal de Mannheim, porque a la hora de la verdad la mayoría prefiere no correr riesgos y apuestan sobre seguro, no detener al chacal con la esperanza de que sólo ataque a unos pocos.

La postal de Mannheim es bastante desesperanzadora, todo hay que decirlo. Si los europeos no se dan debates de fondo, es posible que la mayor parte de los europeos no lleguen a heredarle a sus nietos el orgullo civilizatorio que construyó el occidente actual. Pero a medida que un líder político tras otro hace trizas su autoridad ante los votantes, vemos cómo el sentimiento popular sigue siendo la única defensa contra el suicidio europeo, si tan sólo encontráramos la mejor forma de canalizarlo. Si hay una esperanza, está en ese sentimiento. Siempre.

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