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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

How to be British

Olvide la idea de hacerse pasar por un británico de origen en Gran Bretaña, al no ser necesario ni, mucho menos, conveniente para su salud o su autoestima.

Ha tenido la amabilidad Chris Haslam, en esa gloria del periodismo británico que fue The Times, hoy propiedad de un australiano nacionalizado americano, de explicar a sus paisanos el modo de mimetizarse con los nativos si tienen la humorada de venir a este país nuestro de toreros y tonadilleras, y la cortesía exige reciprocidad. 
Extremándola, he preferido dejar el titular en la lengua de Albión, en la seguridad de que mis lectores no tendrán el menor problema para entenderlo y el temor de que, por el contrario, el británico medio tenga más dificultades si no está en el único idioma que dominan en el país menos políglota de Europa. 
El británico es famoso por la ‘self-deprecation’, el arte de tomarse a sí mismo a la ligera y afectar una modestia que ni por asomo siente, y quizá de ese defecto de autoobservación procede la inveterada costumbre de mirar al mundo como si aún mantuviesen el imperio, cuando cada día es más probable que sus antiguas posesiones acaben colonizando la metrópoli. En Londres, la capital, donde los británicos de cepa son ya menos de la mitad -el 45%- y que gobierna un paquistaní de origen, ya llevan mucho adelantado. 
Y ese es uno de los primeros problemas para aconsejar a un español cómo pasar inadvertido en Inglaterra. Si Haslam, por ejemplo, aconseja en su artículo adquirir un bronceado para obtener un tono de piel parecido al nuestro -misión en la que cada verano fracasan los ‘hooligans’ de Benidorm, que no consiguen otra cosa que asemejarse a una langosta hervida-, dudamos si recomendar a nuestro hipotético visitante español en Gran Bretaña que palidezca o aumente su natural moreno. Después de todo, Mohamed encabeza ya la lista de nombres de recién nacidos allí. 
Si se decide por lo anticuado y pintoresco de fundirse con la población nativa, es aconsejable cierta preparación previa. Para empezar, engorde. Mucho. Gran Bretaña es el país más obeso de Europa Occidental; de toda Europa si exceptuamos uno solo del antiguo bloque soviético. Recuerdo el primer comentario de una amiga al volver a España después de una larga estancia en el sur de Inglaterra: «¿Dónde están los gordos?». 
Si se trata de mezclarse con jóvenes -y, por la pinta habitual, la ‘juventud’ es en Gran Bretaña una fase de la vida que dura holgadamente pasados los 50-, el atajo más directo para que nuestro aspirante a británico pase desapercibido es que se lance con entusiasmo a la principal diversión de la mocedad sajona: emborracharse. Un inglés sabe que se lo pasó realmente bien la noche anterior cuando no se acuerda absolutamente de nada. 
No se deje engañar por el consejo que da Haslam a su hipotético visitante, «olvida las nociones anglosajonas de educación, discreción y decoro”; cualquiera que haya visitado recientemente las islas -o ciertos bares de Magaluf- advertirá que se trata de humor británico, ironía en estado puro, y que pocos pueblos han olvidado con tanta eficacia toda noción de educación, discreción o decoro como el británico. 
Beber en abundancia le reportará otras ventajas, especialmente un sábado noche, porque es difícil soportar sobrio las calles de una gran ciudad británica cuando empieza a anochecer y uno tiene que ir sorteando vómitos o los envases de plástico de comida y bebida que los paseantes dejan caer alegremente. 
Porque la juventud británica come en la calle, y no exactamente los alimentos más sanos del mundo, como consecuencia de una caótica vida familiar. Hay más niños con televisores en su habitación -un 80%- que con padres biológicos en la casa. El 58% de los niños británicos -que ven de media cinco horas diarias de televisión- cena frente a la ‘caja tonta’; el 36% no come nunca con otros miembros de su familia y el 34% ni siquiera tiene una mesa de comedor en la que cenar. 
Pero, sobrio o borracho, cuide sus pasos: el joven británico es, además de inveterado y no especialmente discreto bebedor, extraordinariamente violento. Al ya riquísimo idioma inglés, las últimas generaciones han añadido curiosos verbos como «to brick» o «to glass». El primero describe la acción de romper con un ladrillo el limpiaparabrisas del coche de algún sujeto que nos ha podido molestar -aparcando mal, por ejemplo-, mientras que el segundo se refiere a la ya vieja costumbre de romperle un vaso en la cara a quien quizá nos ha mirado mal en el bar. De la epidemia de ataques con ácido no hace falta hablar, porque ha sido noticia reciente en todos los periódicos. 
Si realmente tiene que ir, hágalo sin niños. Gran Bretaña es el peor país en Occidente para ser un niño, según un reciente informe de UNICEF, lo que explica en qué se convierten muchos una vez alcanzada la primera juventud. Y es que la juventud británica copa el triste medallero de una serie de patologías sociales como embarazos adolescentes -tercer país de la OCDE-, violencia, delincuencia, alcoholismo en menores y consumo de drogas, siendo los que antes consumen cocaína del primer mundo y teniendo diez veces más probabilidades de esnifar pegamento que un niño griego, por ejemplo. Casi un tercio de los británicos entre 11 y 15 años confiesa haberse emborrachado al menos dos veces. 
Olvide lo que ha leído; olvide, sobre todo, la imagen del británico flemático, austero y cortés. Es fama que aún existe aquí y allá el especimen, pero es muy poco probable que se tope con él. Olvide, mejor, la idea de hacerse pasar por un británico de origen en Gran Bretaña, al no ser necesario ni, mucho menos, conveniente para su salud o su autoestima. 
 
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