Ayer muchos españoles advirtieron, de golpe, que su Europa dista mucho de ir acorde en numerosísimos aspectos que nos afectan.
No sé dónde leí hace poco -en un tuit, probablemente- que la democracia de partidos no puede sobrevivir a las redes sociales. No diré tanto, pero es más que evidente la capacidad de Internet para hacer que todo el mundo se entere de cualquier cosa al instante, forzar consensos multitudinarios en un pispás y montar partidas de la porra en tiempo récord.
Ayer se vivió en Twitter un tumultuoso trasiego de banderas, un enloquecido baile de enseñas nacionales a raíz de la noticia de que el juez de Schleswig-Holstein no apreciaba delito de rebelión en el caso de Carles Puigdemont y lo dejaba en libertad.
Miles de cuentas perdieron la bandera alemana que los usuarios habían incluido en sus avatares cuando fue detenido el ex presidente prófugo, y otras tantas la incluyeron, como si se la intercambiasen. Los que ayer daban vivas a Alemania hoy recordaban su pasado nazi; los que ahora hablan de una ‘verdadera democracia europea’ hace nada recordaban la entrega de Companys a Franco por las autoridades nacionalsocialistas.
Un tuit que ejemplifica qué pronto envejece todo en nuestro tiempo y que se recuperó ayer repetidas veces fue el comentario de la estrella ascendente del momento, Alberto Rivera, que el pasado 26 de marzo tuiteaba: «Un país federal como Alemania trata con igual o más dureza penal la rebelión/ alta traición que la España autonómica. Destruir una democracia europea se paga caro».
Parece que no tan caro, Albert. De hecho, a muchos españoles les parece un precio de ganga.
Afloró el ‘cuñadismo’ connatural a las redes y quien más, quien menos, todo el mundo tenía algo que decir sobre extradiciones, euroórdenes y el Código Penal alemán, para desesperación de los juristas de verdad.
Yo no voy a hablar de euroórdenes ni de los sutiles distingos sobre violencia que hace el juez tudesco, y no solo porque no tengo la menor idea -que también-, sino porque no creo que sea el tema de fondo de este asunto, al menos en lo que respecta a su impacto en la opinión.
España es, de lejos, el país más entusiasta con la Unión Europea. No hay partido en el Parlamento que no exulte con ‘Europa’, ni grupo mediático de peso que no babee casi literalmente con el proyecto de Bruselas.
El monstruoso engendro presentado como ‘Constitución Europea’, un indigesto mamotreto, minuciosamente intervencionista, que nadie se leyó, fue objeto de referéndum consultivo en algunos países de la UE. En España arrasó, con un 77% de «síes», en 2005. No porque nos pareciese especialmente logrado, sino porque era «Europa».
Y no deja de ser curioso, porque países que llevan en el club desde que se fundó, como Francia y Holanda, lo rechazaron en sendas consultas (un 55% y un 61,5% de «noes», respectivamente. Y sería algo absurdo tachar a estos países de poco ‘europeos’.
No sucede, además, en nuestro país como en otros del Este europeo, donde el entusiasmo europeísta, fortísimo en la generación que vivió el comunismo, es menor en los jóvenes. En España, según un estudio del instituto de demoscopia YouGov para la Fundación Tui publicado el año pasado, el 73 % de los jóvenes es partidario de la permanencia de nuestro país en la Unión Europea.
De hecho, este entusiasmo por una Europa que, en su mayor parte, se desconoce (no hablo del continente, sino de la metonimia ‘Europa’ por ‘Unión Europea’) ha permeado todo el debate sobre el ‘procés’. España parecía el nombre vergonzante, la etiqueta que denostan los independentistas y sobre la que sus rivales en el debate pasan casi siempre de puntillas para ‘sublimar’ la cuestión en una apelación a ‘Europa’.
Rivera, que ha irrumpido con extraordinaria fuerza en el panorama nacional precisamente por plantarle cara al secesionismo cuando el PP andaba -y anda- con infames componendas, no opone a Catalunya Nou Estat tanto España como el club de Bruselas. Hace no mucho declaraba -también en Twitter- su fervorosa esperanza de que sus nietos fueran ciudadanos, no de España, sino de «los Estados Unidos de Europa».
Sinceramente, creo que ese sueño no tiene recorrido. Pese a las impresionantes cifras de apoyo a la Unión Europea, aunque todos los opinadores estrella reverencien el proyecto y todos los medios y los partidos con representación ondeen con entusiasmo la bandera de las estrellas, estoy convencido de que ese masivo apoyo popular es enormemente frágil, y que las reacciones que leemos ahora en las redes equivalen a un lento, quizá fugaz despertar.
Dicho de otro modo: creo que es una opinión mucho más extendida que profunda, no tanto a favor de la UE real -un contubernio de burócratas en el que una casta no elegida democráticamente decide por todos y en todo y contra la que no hay recurso- como de una idea de Europa, que sigue representando para nosotros prosperidad, modernidad y garantía de seguridad.
De hecho, aunque el independentismo catalán ‘hardcore’ y el europeísmo de nuestra clase política nacional parecen representar las antípodas ideológicas, estoy convencido de que su motivación última es la misma: huir de España. Son dos maneras, al final, de escapar de España, de la España que existe, o, si se prefiere, escapar de la realidad, siempre sucia e imperfecta.
Los Estados Unidos de Europa, no hay que decirlo, no son más reales que la República Catalana, y es eso lo que hace poderosamente atrayentes ambos proyectos: son como folios en blanco donde uno puede dibujar su paisaje favorito. Como cualquier esquema, son perfectos, sin la mancha inevitable de la imperfección que va unida a todo lo humano.
En una hipotética Cataluña independiente no habrá helado de postre todos los días, pero tampoco en los Estados Unidos de Europa. Contrastar una utopía con otra puede ser interesante en el debate, pero en última instancia, fútil.
Ayer muchos españoles advirtieron, de golpe, que su Europa dista mucho de ir acorde en numerosísimos aspectos que nos afectan. Quizá con el tiempo abran los ojos a una realidad que no habían considerado, y es que España, en ese megaestado de lealtades nacionales supuestamente diluidas, no estaría exactamente entre los que mandan, sino más bien entre los que obedecen.