«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Podemos estar a las puertas de un nuevo freno a la llegada del chavismo al poder

El techo de Petro y la oportunidad de derrotar a la ultraizquierda en Colombia

El presidente de Colombia, Gustavo Petro. Europa Press

Los períodos históricos nunca tienen la velocidad que los políticos quieren. La vigencia de los proyectos políticos puede alargarse gracias al devenir histórico de una nación, pero también pueden terminar abruptamente, sin que sus principales protagonistas tengan siquiera el tiempo suficiente para analizar por qué.

De eso conoce mucho Colombia. Nacida como República después del proceso de independencia que dirigió Simón Bolívar, quien creó el proyecto colombiano original con tres naciones en una. Ya esa es una etapa de particularidades de tal nivel, que su revisión nos llevaría a adentrarnos en unos procesos sociales que sería imposible desentrañar por completo sin pasar horas de narración.

Pero solo imaginemos: el Virreinato de Nueva Granada, densamente poblado a diferencia del territorio contiguo de la Capitanía General de Venezuela. Un virreinato lleno de aborígenes dedicados a la agricultura, con una fuerte presencia de la Iglesia en labor evangelizadora y una importante pujanza económica, productiva. El sitio menos propicio para una revolución. La paz que requiere el que produce y el temor a Dios con la fuerte institución que la representa en la tierra, hacían muy difícil que un desconocimiento de la autoridad real tuviese lugar.

Pero la tuvo. Y además, la integridad territorial de ese virreinato permanece inalterable en el proceso. Casi un siglo después se perdió Panamá en una maniobra de los EEUU, pero ya ese es otro tema. Colombia supera la separación de Venezuela y Ecuador, todos siguen adelante pero cada quién a su manera. Mientras Venezuela, por ejemplo, se puso en manos de los generales ganadores de la guerra, Colombia puso a la cabeza a juristas y catedráticos. Y ese tránsito republicano estuvo siempre enfrentado a la realidad de un país que parece cinco países a la vez, por sus diferencias demográficas.

Aún así, Colombia logra superar el siglo XIX.

La violencia como sombra eterna

Sin embargo, es necesario decir que Colombia no ha vivido un solo momento de su historia republicana sin guerra. Declarada o sin declarar, la violencia en el país es de intensidad variable según las épocas, pero siempre está. En revueltas grandes o pequeñas. En guerra entre partidos. En revoluciones post electorales. En guerras civiles mayores o localizadas. En explosiones de violencia callejera y en la ejecución del recurrente y terrible flagelo del magnicidio que ha acabado con la vida de dirigentes políticos de mayor o menor calado a lo largo de más de un siglo, en distintos eventos.

La guerra de guerrillas no ha sido más que una degeneración de los tradicionales conflictos violentos de la sociedad colombiana. Las guerras por control territorial en los entornos rurales fueron una constante a inicios del siglo XX. La violencia urbana y rural entre el partido Conservador y el Liberal, fueron el preludio de la violencia marxista que se desataría en distintas vertientes en suelo colombiano. Obviamente, el germen de la violencia ya estaba ahí. Por eso, florecieron guerrillas guevaristas, castristas, maoístas, etc.

El negocio del narcotráfico alimentó la violencia. No se dieron cuenta los miembros del sistema político bipartidista, uno de los más antiguos del continente, del monstruo que crecía en las entrañas del país. Ignorar al monstruo, terminó causando la gran desgracia: que las oligarquías políticas fuesen desplazadas por el narco como guía de los destinos nacionales. Ya los caciques no serían liberales o conservadores, ni comunistas ni caudillos rurales. No. El poder estaría en manos de los capos de la droga, que con ruido o sin él se convertirían en rectores del destino nacional.

No es casualidad que Pablo Escobar haya entrado al Congreso como diputado en las listas del partido Liberal. Tampoco es un mero detalle que su liquidación como político haya sido el preludio de la guerra que desató contra el Estado y contra una nación que no estaba preparada para combatir el flagelo. Lo demás, es anécdota más que historia: a la caída de Escobar le sucedieron los Rodríguez Orejuela, a estos los capos del Norte del Valle y a estos a su vez los del Clan del Golfo. Todos ligados a la violencia desatada con sus ejércitos, propios o de alquiler.

En medio de ese desmadre y del horror que con secuestros, bombas y masacres desataron al final del siglo XX las FARC, el ELN y las Autodefensas Unidas de Colombia como fenómeno derivado y con los mismos horrores, surgió el fenómeno obvio: frente a unas fuerzas irregulares que gangrenan al país y una clase dirigente incapaz de derrotarlas, hay que ver fuera del sistema. Uribe fue ese outsider, con notable éxito.

El combate al narcotráfico y a los grupos irregulares de forma simultánea era lo lógico. Pasar por encima del bipartidismo anquilosado era una necesidad. Fortalecer la alianza con EEUU para apuntalar la acción militar y policial era otra meta importante. Todo eso se logró.

La ruta era obvia: había que derrotar al narco y a los grupos armados, en su totalidad. Ese desmontaje, que incluyó a los paramilitares de las autodefensas tantas veces asociados al entorno de Uribe, se logró con éxito paulatino. Los duros golpes que se le dieron a las guerrillas los llevó a perder, en cualquier sitio donde se escondieran, a sus principales líderes. Enclaustrados ya en pequeños territorios con mediano control, la acción de las fuerza pública los fue conduciendo a la búsqueda de salidas políticas.

Salidas que se las ofrece fundamentalmente el chavismo. Hugo Chávez, asociado a las guerrillas desde sus tiempos de militar golpista y felón, les dio el amparo que necesitaban para huir y refugiarse, además de tomar las banderas del chavismo como rumbo político. Ese rumbo se fue construyendo con la guía del chavismo y el dinero del narcotráfico, que floreció de forma espantosa en la Venezuela del socialismo del siglo XXI. Así, hasta que lograron configurar un movimiento de izquierdas como nunca antes, con Petro y Piedad Córdoba a la cabeza, junto a un nutrido grupo de menesterosos, enemigos de las libertades y asociados a movimientos armados de todo signo y tenor.

Y es aquí donde entra el tiempo de caducidad de Uribe. Al fracasar en su intento de una tercera reelección, demuestra desde el primer momento la incapacidad de construir un movimiento que trascendiera a su figura. El pacto con los viejos grupos estaba claro desde que tuvo como ministro de la defensa a Juan Manuel Santos, a quien terminaría dándole la venia para sucederlo. El encargo salió lo suficientemente mal como para darse cuenta de una verdad incómoda: Uribe era bueno como presidente pero pésimo como dirigente de un proyecto político.

Nunca existió el uribismo

Existieron, eso sí, partidarios de Uribe. Muchos que se asociaron a su figura bien fuese para recuperar espacios o para hacer florecer alicaídas trayectorias sin destino feliz. Pero nunca hubo un movimiento real que fuese más allá de coincidencias e intereses electorales.

El haber escogido a Santos como sucesor en su movimiento político dejó claro el mal rumbo. Y haber apostado luego a Duque, fue la lápida. El último proceso electoral, coronado con la primera vuelta presidencial, deja claro que el poder de Uribe para fijar la trayectoria de la política del país, cesó. Por el contrario, su figura es señal para muchos colombianos de a dónde no quieren ir. Se agotó la figura. Tanto, que podría especularse una actitud del votante, frente a lo establecido: si quedaremos con los de siempre, mejor viremos.

Y Colombia viró

Lo que hemos visto en la primera vuelta, es sin duda interesante para la región. En principio, unas elecciones que transcurrieron sin que ningún candidato hablara de fraude posterior a los resultados. Lejos quedaron las sospechas que Petro estuvo asomando contra el sistema, afirmando incluso que preparaban una suspensión de las elecciones para perjudicarlo. Además, con el manido recurso del victimismo socialista, hizo que la izquierda internacional saliera a respaldarlo ante unas supuestas “amenazas contra su vida” que, al final, solo fueron humo electoral para agitar a la opinión pública, con la irresponsabilidad que la izquierda suele utilizar.

Obviamente, Petro logró alcanzar su techo en una campaña que al final se quedó sin gas. La capacidad de movilización que demostró no ha aumentado desde que empezó este proceso, es decir, el 40% del electorado que participó, con un localización de la votación más dura en el occidente del país y en la zona capital.

El fenómeno en contra fue más llamativo. Lo encabeza un peregrino de la política, casi folklórico, llamado Rodolfo Hernández. Con experiencia como alcalde pero también como empresario, revela el fenómeno de siempre, que va y viene: alguien que no sea la misma cara. No importa la edad, pero que sea otra cosa. Y así fue. Con un mensaje dirigido fundamentalmente a los que más se quejan y poco votan, hizo de su campaña en redes sociales el fenómeno más vistoso de la campaña, hablando de fin de la corrupción que representan los viejos referentes de la política, incluyendo a Petro que lleva ya más de treinta años de fracaso en fracaso.

¿Y Uribe? Tuvo que desaparecer de la campaña, pues si una vez fue un portaviones hoy es peor que un submarino. Su candidato Fico Gutiérrez logró controlar los votos en Antioquia, solamente. El feudo se convirtió en cárcel, y cuando restan apenas tres semanas para una segunda vuelta, todo parece decidido: quien quiera detener a la izquierda, deberá votar no “por el de Uribe”, sino por Rodolfo Hernández, que no sabemos exactamente qué es.

Siendo así, aunque no sabemos qué es Rodolfo Hernández, aunque no sabemos si logrará movilizar el voto contra Petro y el chavismo, si queda algo claro: sumará a quienes votarían por la opción antisistema si el sistema era representado por “el de Uribe”. Ahora que Uribe no está, podemos estar a las puertas de un nuevo freno a la llegada del chavismo al poder en Colombia.

Pero no sabemos a dónde nos llevará ese camino.

Tomando en cuenta que sí sabemos a dónde conduce el camino de Petro, vale la pena intentarlo con Hernández. Y entender que, en el futuro, ningún expresidente en Colombia tiene auctoritas frente a una sociedad que siente que todas las rutas para fortalecer la democracia son obstaculizadas por “los mismos de siempre”.

Toca esperar. Sin Uribe.

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