«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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DEFENSA DE UNA IDENTIDAD COMÚN

La lucha contra la izquierda para preservar la Hispanidad a ambos lados del Atlántico

'Desembarco de Colón', de Dióscoro Puebla

“Los latinoamericanos no estamos satisfechos con lo que somos, pero a la vez no hemos podido ponernos de acuerdo sobre qué somos, ni sobre lo que queremos ser. ¿En qué consiste, exactamente, ese ser latinoamericano que compartimos desde el Río Bravo hasta la Patagonia? (…) Pero todo hispanoamericano sabe, al encontrarse con un brasilero, que está frente a él, no junto a él, que uno y otro miran el mundo desde perspectivas diferentes y eventualmente conflictivas.

Carlos Rangel, en “Del buen salvaje al buen revolucionario”.

El autor venezolano que se cita al inicio dejó una interesante obra a través de la cual se pueden constatar varias cosas. Por un lado, cómo el devenir histórico de la región se mantiene suspendido y en permanente círculo vicioso. Por otro, la lamentable circunstancia de la negación de sí mismos, como punto de partida de la avanzada pérdida definitiva de objetivos de progreso sustentable.

Todo eso parte, en buena medida, de la incomprensión de nosotros mismos. Pero también de la imposición ideológica que, convertida en doctrina, se empecina en negar nuestro carácter hispano para imponernos una identidad latina, que en principio es forzada y charlatana para luego ser nada más que una estratagema teórica para fortalecer la leyenda negra antiespañola.

Siempre la izquierda

En Hispanoamérica ser de izquierda significa también ser antiimperialista y anti yankee. Que al final es más o menos lo mismo en la mente de algunos, pues “el imperio” es EEUU. Al menos, el nuevo imperio. El enemigo más actual y temido.

Pero todo eso tiene su piquete adicional. Cuando se establece el antiimperialismo en la región, se reclama también contra “ese horroroso imperio que asaltó nuestra tierra, violó a nuestras indias, mató a nuestros indios y nos impuso una cultura”. Ese es el relato que se nos repite en escuelas y universidades. Esa es el discurso que se impone en lo cultural y en lo histórico. Y los llamados a rebatir semejante infundio, nunca aparecen.

La izquierda sí que aparece. Y no desde el chavismo, que ya es lo suficientemente charlatán como para atarse a estas consignas. Es que ya el castrismo lo había impuesto en su relato, así como los “revolucionarios” mexicanos. Desde los comunistas hasta los socialdemócratas, pasando por los democratacristianos, no hay en la región quien no haya establecido de múltiples maneras que la leyenda negra no es leyenda sino historia, que debemos renegar de nuestra herencia y que además es menester ocultarla.

Sumamente difícil es la tarea. En principio, quedan en ridículo los esperpentos como López Obrador, que no puede mostrar en ninguna parte de su árbol genealógico la herencia aborigen que intenta reivindicar, con sus dos nombres de pila y sus dos apellidos hispanos. Además, hablando en español, para más inri. Hasta para un estafador sociológico como Evo Morales, que agita la bandera indigenista sin hablar ninguna lengua distinta al español en sus diatribas.

Lo de Chávez era ya patológico. Su odio a lo español era tal, que se distinguió por financiar a lo más oscuro de la política española, para ayudar a destruir a España desde adentro.

Pero todo esto, más que un listado de agravios, merece explicaciones lógicas.

Lo que dice la lógica

Lo de “latinos” se ha terminado convirtiendo en una marca, más que una concepción. Yo no soy latino. No me siento latino. En todo caso, puesto a escoger, me siento profundamente hispano en principio, porque el idioma que hablo, que hablan mis padres y que hablaron mis abuelos, bisabuelos tatarabuelos y más atrás en el árbol genealógico, era el español. Con esto, no quiero negar la evidencia que mis rasgos fisionómicos delatan sobre el carácter mestizo que me distingue como persona. Pero cuando reviso lo que se me acerca culturalmente en Europa, no me siento en el mismo lugar de un francés, de un portugués o de un rumano. No tengo nada contra ellos, en absoluto. Pero no soy como ellos.

Yo hablo español y pienso en español. De la otra orilla del Atlántico, sí. Pero no es en Víctor Hugo o Proust en quien pienso cuando busco la referencia literaria más lejana en mi cultura. Es en Cervantes que está la guía, aunque me aparezcan un Gallegos, un Vargas llosa o un Asturias en mi bagaje. No hay nada de desprecio por los otros, no. Lo que hay es una cosa básica que se llama identidad.

La identidad es hispana. No latina. Porque ni hablo latín ni me siento parte de un conglomerado arbitrario donde están juntos los rumanos, los franceses los italianos y los portugueses. Una cosa forzada y ficticia en la que solo se busca negar la evidencia de la identidad real.

Pero el asunto es peor. Cuando caemos en cuenta de que un hombre culto y honesto como Haya de la Torre acuña el término “Indoamérica” para hablar de la región que no es otra que Hispanoamérica, entendemos que el esfuerzo es de larga data. Y que parte de la negación. Como si reconocer que somos hispanos fuese una afrenta contra los próceres de la independencia. Como si reconocernos como hispanos nos devolviera al sistema de castas de la colonia. Como si ser hispanos, nos definiera más como esclavos que como parte de una comunidad de más de quinientos millones de personas en el mundo, nada menos que el seis por ciento de la población mundial.

La fuerza de la lógica debería obligarnos entonces no solo a reconocernos identitariamente como hispanos. Sino a reivindicar como parte de nuestro mestizaje, a lo africano y a lo aborigen, pero también y con la importancia requerida a lo español.

El último bastión es Hispanoamérica

Y he aquí que hay que hacer un reclamo importante. Porque no es solo la negación de nuestra identidad hispana lo que agobia. Es peor darse cuenta, como lo hago cada vez que visito España, como este idioma que me hace sentir parte de una cultura inmensa, es rehén de la bastardía política que la izquierda practica nada más y nada menos que en la propia España.

En ninguna parte de Hispanoamérica se imponen cuotas de lenguaje para impedir el uso del español. En ninguna parte, a pesar de esos regímenes, tendría éxito una iniciativa de ese tipo. Saber que en algunas regiones de España se persigue a quien habla español negándole incluso oportunidades laborales, revela una situación peligrosa, pero también permite a quienes somos hispanos de la otra orilla valorar mejor nuestra identidad.

Porque a mí nadie me va a prohibir hablar español y, siendo así las cosas, si se le permite a la izquierda antiespañola seguir avanzando en estas iniciativas, deberán tener claro los que llevan el español como estandarte cultura principal, que el último bastión de nuestra lengua estará en esas tierras a las que llegara Colón tal día como hoy hace quinientos treinta años.

Si fabuláramos al respecto, al seguirse transitando el camino que intenta imponerse en Cataluña, Valencia o Galicia, no sería de extrañar que la Real Academia de la Lengua Española tenga que mudarse a Santiago de Chile o Bogotá o Buenos Aires. En este camino, en cincuenta años los catalanes o gallegos o valencianos o vascos, no podrán recorrer Hispanoamérica completa sin un diccionario, pues habrán borrado de su cultura nuestro idioma.

Y para peor augurio, borrando al español como lengua, borrarán también toda la cultura que nos han dejado por siglos en cada libro, en cada obra, en cada canción, en cada poema. Desconocerán el significado de Calderón de la Barca y sus sueños que siempre son sueños, o pasarán de largo ante la sombra de los molinos que aquel Quijote decidió convertir en blanco de su furia.

El futuro pinta negro y horrible para quienes nos sentimos hispanos si esta gente prevalece. La defensa del español, de la hispanidad y de esta identidad en la que nos encontramos a ambas orillas del Atlántico, es menester hoy y lo será siempre. Más allá de la discusión bizantina de qué celebrar el 12 de octubre, no me convencen ni con descubrimientos ni con resistencias indígenas: a mí me convenció desde bien temprano Carlos Rangel cuando empezó su obra con el artículo: “Española y no Latina”.

Lo hizo el escritor Rómulo Gallegos en “Doña Bárbara” cuando me obligó a los doce años a buscar el diccionario para descubrir las palabras que usaba al inicio de su obra: «Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha. Dos bogas lo hacen avanzar mediante una lenta y penosa maniobra de galeotes».

A mí me convencieron de mi Hispanidad con letras, no con consignas. Ojalá en el futuro, algún poeta, escritor o cuentista, pueda escribir con sorna sobre la derrota amarga de quienes soñaron con destruir esta lengua, que nos une e identifica. Y cuando lo escriba, lo hará en ese mismo español que hoy intenta acorralar en la propia tierra que lo vio nacer, como prueba irrefutable de su carácter no perecedero ni desechable.  

La defensa del español, de la hispanidad y de esta identidad en la que nos encontramos a ambas orillas del Atlántico, es menester hoy y lo será siempre

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