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El presidente de Argentina, Javier Milei, ha inaugurado el período de sesiones ordinarias en el Congreso de la Nación con un discurso duro con los legisladores que rechazaron su ley de reforma del Estado en el que ha anunciado un paquete de medidas «anticasta» para quitar privilegios. Una enmienda a la totalidad del gasto político en el país.
El mandatario también ha tendido la mano a la cámara y la clase política, ofreciendo alivio fiscal a las provincias a cambio de la aprobación de la ley rechazada y convocando a oficialistas y a opositores a un gran pacto nacional que incluye desregular el mercado laboral y reabrir el sistema jubilatorio a capitales privados. Mano tendida, no sin diluir cualquier duda sobre una relación soterradamente amable con Cristina Kirchner, al referirse a los años del kirchnerismo como «el peor Gobierno de la historia».
Milei ha hecho un diagnóstico detallado de la decadencia económica y social argentina, y ha formulado también denuncias sobre la corrupción política, en especial la del kirchnerismo: ha señalado a Sergio Massa entre los malversadores, sobre todo cuando habló de «coimas a cambio de permisos de importaciones» en unas cantidades que, según el propio jefe del Estado, de 45.000 millones de dólares, que ya está en los tribunales federales argentinos, con el expediente en poder del juez Sebastián Ramos.
La verdadera revolución de Milei, más que en la enmienda al kirchnerismo, ha estado en las propuestas políticas. Por orden de aparición: la reforma sindical, la reforma electoral y la convocatoria a la oposición para firmar lo que él ha llamado el Pacto de Mayo, que es una lista de tareas políticas pendientes en Argentina.
El acuerdo propuesto se basa en principios políticos básicos: respeto a la propiedad privada; equilibrio fiscal; reducción del gasto público a los niveles previos al kirchnerismo; reforma tributaria en el país con más carga impositiva del mundo; nuevas reglas para la coparticipación de impuestos con las provincias, aunque no ha hablado de cumplir con la Constitución, que ordena una ley de coparticipación en acuerdo con las provincias; reforma laboral para terminar con la gran cantidad de trabajo en negro; una reforma política, y una mayor integración de la economía argentina con el mundo.
En su discurso, Milei ha anunciado que su proyecto contempla que habrá elecciones periódicas y libres en los sindicatos bajo supervisión de la Justicia Electoral. Los mandatos de los dirigentes sindicales serán de cuatro años y sólo podrán presentarse a una reelección. Los convenios que alcancen las empresas con sus empleados estarán por encima de los convenios colectivos de cada sector; es decir, por encima de los convenios de los grandes sindicatos.
Recortar el secular poder de los sindicatos en Argentina no será fácil y es una tarea pendiente desde hace décadas. Parte de su dirigencia es la única que sobrevive desde antes de la última dictadura militar: Hugo Moyano, Luis Barrionuevo, Armando Cavalieri y Rodolfo Daer, entre otros, ya eran dirigentes sindicales cuando ocurrió el golpe militar de 1976.
Raúl Alfonsín llegó al gobierno en 1983 con el convencimiento de que esa dirigencia debía cambiar profundamente si se aspiraba a una Argentina más democrática. Envió al Congreso su proyecto de ley de reforma sindical, pero este naufragó en el Senado, donde el peronismo tenía mayoría. Una cosa es el anuncio de Milei, que está en la dirección correcta; otra cosa será lograr que el Congreso apruebe esa nueva reforma sindical. El peronismo sigue teniendo una enorme influencia parlamentaria, aunque ahora no tiene mayorías aseguradas.
Uno de los apartados más importantes, por esperado, de la reforma electoral es el que dispone que los condenados por corrupción en segunda instancia no podrán ser candidatos y perderán todos los derechos que hayan adquirido como exfuncionarios. Dejarán de cobrar las jubilaciones, generalmente superiores a los de los simples jubilados.
De aprobarse la reforma, el Congreso de Argentina dejará de ser un refugio de políticos acusados de corrupción; en el Senado, sobre todo, rige la tradición no escrita de que sólo los condenados con sentencias definitivas pueden perder los fueros y terminar en la cárcel.
La reforma de Milei abrevia ese trámite porque prácticamente limita la virtual impunidad a las disposiciones de la Cámara Penal Federal y a las del respectivo juicio oral y público. Los condenados seguirán teniendo como instancias judiciales la Cámara de Casación Penal y a la Corte Suprema, pero no servirán para protegerlos de la exclusión electoral. Cristina Kirchner no podría ser candidata por mucho tiempo si la norma propuesta rigiera.