León XIV. A las seis y siete minutos del 8 de mayo, la modesta chimenea expiraba humo blanco. A continuación, una multitud alada cantaba vivas al Papa en la plaza de Bernini, aunque aquellos fieles desconocían la identidad del nuevo pontífice. Cuando, por fin, Prevost, ya León XIV, salió al balcón las apuestas y elucubraciones de los días pasados cayeron en el olvido, colmados los buenos deseos. Repicaban las campanas, de Madrid a Manila, de Quito a Benín. A todos parece agradar este Papa, cosa bien extraña en nuestros tiempos.
El hampa. Según proclamó el presidente en Cortes, los culpables del apagón fueron los «ultrarricos». Lo dijo, embutido en su habitual traje azul lisérgico, sabiéndose inamovible del puesto. Para eso se procuró la fidelidad de una banda, los clásicos aprovechados que se incrustan cuando las circunstancias lo permiten. En nuestro contemporáneo caso, esas circunstancias constituyen el declive de un setentero régimen político, económico, normativo. La idea de Sánchez no es mala, la hemos visto en muchas películas del hampa americana. El jefe lo es mientras cada servidor encuentre beneficio por serlo; el jefe sabe de su poder y, sobre todo, de su debilidad. Romper el equilibrio de fidelidades acabaría con él. Ni siquiera todos los escándalos, las pruebas de corrupción e inmoralidad afectan a los cimientos de esa coalición gansteril. Mientras cada miembro familiar pueda mantener su cuota en el negocio, ya pueden hundirse la clase media y el Estado de derecho.
¿Y quiénes son? Antes de que Évole retuerza sus identidades en un programa especial o que el renacentista Gonzalito Miró nos ilumine, veamos quiénes son esos «ultrarricos» atómicos a los que alude Sánchez. Los mayores y más malvados accionistas de las centrales nucleares en España son Iberdrola, Endesa y Naturgy. Sin embargo, en las energías renovables, limpias y socialistas, tenemos a otros grandes accionistas, que serían los buenos ultrarricos: Iberdrola, Endesa y Naturgy. Nada más que añadir, señoría.
Contra el periodismo. Desde que el primer Trump (2017) surgiera cual grano en el culo de la Agenda 2030, el periodismo fetén lo convirtió en cuota de ojeriza obligatoria. Mandan los anunciantes, letrillas de columna, así que no hay día en que no falte el crucigrama, la cita destilada de Churchill y el infame Donald. Ya con la llegada del segundo Trump, oh, sorpresa, la cosa alcanza terrenos de dudosa salud intelectual, no diré crítica. Un frenopático, Hughes dixit. Hay además en el asunto un componente profundo y adorable: siendo el cobrizo presidente ejemplaridad y esencia americanas, supura en algunos comentaristas su origen izquierdista, o afrancesado. Es decir, la cultural tirria al yanki, a la exitosa caricatura. Un cóctel de neogaullismo (Macron, el hombre que susurraba a los adultos, argumenta alguno), mayo del 68 (cómo se nos empinaba entonces) y complejo post 98 (centenarias, queridas herrumbres).
Acelera un poco más. Entretanto, los mandamases de la UE —que nadie ha votado—, convertida ésta en último reino woke del planeta, siguen su imparable marcha. Uno tiene la heladora sensación de que, quizás al notar el aliento americano en la nuca, pisan el acelerador para llegar cuanto antes al nuevo régimen, especie de neocomunismo. Diversas cuestiones demostrarían esta huida hacia adelante: el «kit de supervivencia», la vigilancia digital, la desaparición del dinero líquido, el cambio «verde» del modelo económico, la islamización o sustitución demográfica y cultural del continente, la anulación de procesos electorales si no sale el candidato correcto, la destrucción del agro, etcétera. LA GACETA recogía en algunas piezas el devenir europeo. Carlos Esteban comentaba que Reino Unido hará un 20% más barato contratar a un indio que a un británico. Por su parte, Javier Santos traía que Sánchez y Moreno Bonilla han autorizado ya un plan para talar 500.000 olivos en Granada con el fin de instalar megaplantas solares. Y en la sección de opinión, Javier Torres daba la puntada crítica a semejante panorama: «El nexo común es la depauperación».
De ETA a Sánchez, siempre antinucleares. Mertxe Aizpurua es hoy portavoz en Madrid de EH Bildu, siglas de un frente amplio abertzale que, en lengua cantonal, significa «Reunir Euskal Herria». El verbo «reunir» no tiene aquí el bonito sentido de acogimiento, siquiera de acumulación de riquezas, sino el de concluir, al fin, el proyecto etarra, una gran y muy socialista nación vascuence. La señora fue condenada en 1984 por la Audiencia Nacional por delito de apología del terrorismo, cosa perfectamente coherente a su militancia política. Esta semana y al hilo del misterioso apagón, cortejó en el Congreso a Sánchez y a su parroquia diciendo que «no a las nucleares porque sabemos bien lo que es tener una central y sus consecuencias». Uno podría pensar que Mertxe se estaba acordando de Chernóbil, ciudad de aquella admirada Unión Soviética. Pero no. Ella hacía referencia, como un deslizamiento insinuador, a la centra nuclear de Lemóniz (Vizcaya), saboteada con éxito por ETA en los años 70 y 80. El sabotaje, para ser exactos, consistió en detonar explosivos, amenazar a las empresas constructoras, secuestrar a trabajadores y asesinar a los obreros Andrés Guerra, Alberto Negro y Ángel Baños, así como a los ingenieros Ángel Pascual Múgica y José María Ryan.
Socialismo en vena. «Si la «comunidad» o el Estado son antes que el individuo; si tienen fines propios, independientes y superiores a los individuales, sólo aquellos individuos que laboran para dichos fines pueden ser considerados como miembros de la comunidad. Consecuencia necesaria de este criterio es que a una persona sólo se la respeta en cuanto miembro del grupo; es decir, sólo si trabaja y en cuanto trabaja para los fines considerados comunes, y su plena dignidad le viene de su condición de miembro y no simplemente de ser hombre». Esto lo escribía el siempre elegante Hayek en una pieza de título deprimentemente actual, «Por qué los peores se colocan a la cabeza», para su obra Camino de servidumbre (1944).