Las líneas rojas del independentismo. El procés fue un tinglado básicamente corrupto. De hecho, puede interpretarse como una huída hacia adelante del nacionalismo catalán, una vez la policía entró en el Palau (el de la música, que era, al fin, como entrar en el Palacio de la Generalidad) y destapó la gran podredumbre. El llamado oasis apestaba, el pujolismo había funcionado muchos años como una inmensa red clientelar. Un mini Estado que pringaba, por acción u omisión, a casi toda la burguesía, de ahí que esta se mostrara tan tibia con el golpe institucional. Sánchez necesita ahora a quienes, criados en la cultura del mangoneo, desviaron dinero público para aquella patriótica tropelía. Y ellos ponen, sobre la mesa de juego sucio en que se ha convertido España, sus condiciones. La primera es la amnistía. Es decir, que el Gobierno perdone a los ladrones el atraco y el jefe de la banda pueda volver a casa y los suyos le monten una fiesta de recibimiento. No sabemos el alcance del trueque, las negociaciones lo llaman, pero el socialismo ya ha reconocido implícitamente al de Waterloo como uno de los nuestros.
Lenguas de España. El interés de los políticos periféricos por hablar catalán, gallego o vasco en Cortes no es sólo una cuestión romántica. Encierra otros elementos más importantes, de una doblez categórica. Uno: la necesidad de agradar a la parroquia localista, ensimismada en un monolingüismo cazurro y primitivo. Dos: la manía a la lengua común, inconfundible aversión a la igualdad de todos los ciudadanos. Tres: la uniformización o rechazo de la diversidad en las referidas comunidades autónomas (en Cataluña, por ejemplo, la mayoría de sus habitantes utilizan el idioma de Cervantes en sus comunicaciones ordinarias; en las sensuales, más del noventa por ciento). Y cuatro: esa manía es impostada, pues las elites autonómicas llevan a sus vástagos a colegios privados donde se enseña, al menos, en dos lenguas internacionales (español e inglés). Si la cosa llega a implantarse, algunos diputados vascuences se verán en apuros. Patxi, apúntese a un cursillo rápido de euskera. No digamos Rufián, que hará temblar la tumba de Pompeu Fabra cuando tome la palabra y destroce tantos siglos de acervo en catalán, los bellísimos poemas de Ausiàs March o los exactos adjetivos de un Pla.
Barbie woke. La querencia de la izquierda, aun disimulada, hacia cualquier enemigo del Occidente libre es larga tradición. Antes, en los tiempos de la Guerra Fría, los amores se distribuían entre China, la Unión Soviética o, incluso, Albania, pura y virginal estalinista. También hubo idilios muy raros, como el de ciertos marxistas embelesados con el Islam. Luego cayó el Muro de Berlín y a unos años de trágica desorientación les siguieron el rearme bolivariano (gracias, señor Zapatero, por tantos y denodados esfuerzos) y la pandemia woke anglosajona. Esta última, caballo de Troya, domina ya la política y la cultura de un mundo que ha decidido irse al garete. Hemos transitado del bonito lema «prohibido prohibir» a la cancelación de la crítica, la ironía y hasta la ciencia. O el arte. O la infancia. Respecto al fenómeno mundial Barbie, escribía Itxu Díaz que la antes conocida muñeca de ensueño «ha sido seleccionada específicamente para llevar a cabo una misión: expandir las ideas del feminismo más rencoroso, amargado, tedioso, deprimido, y egocéntrico». Volvamos, para acabar, a los queridos enemigos. No nosotros mismos, fabulosos nerones, sino los de ahí fuera. Galaxia lejana del Rabal barcelonés, suburbios urbanos de una República Francesa ausente, países regidos por un orden ajeno al liberticidio nuestro. De Argelia a Líbano se han levantado voces que condenan a Barbie porque «promueve la homosexualidad y otras desviaciones occidentales» y «daña la moral». Aguardemos, con infinita paciencia, algún mensaje condenatorio del mujerío empoderado. A Ken ni se le espera.
Lectura veraniega. Acomodado en los márgenes de un verano que, a tenor de los agoreros, ha batido todas las marcas de bochorno ideológico, uno puede leer buena poesía y alimentar el alma sensible. Si bien, en España, todo es susceptible de ser manoseado por el guerracivilismo. En el aniversario del asesinato de García Lorca, publica aquí Javier Torres una pieza alumbradora, liberada del mito. «No hay un escritor ni intelectual español del XX que haya sufrido tal distorsión entre lo que dejó escrito —lo que fue— y la imagen que proyectan de él quienes hoy le reivindican con sed de venganza», escribe. En efecto, el genio granadino fue mucho más complejo de lo que biógrafos como Gibson nos han contado, obsesionados cuales criaturas con el juguete del escritor fusilado. Torres pone el foco en algunas cuestiones delicadas para el relato oficial, como su fe católica o la distancia respecto a los «maricas del mundo» (homofobia, lo llamarían hoy). Trae el articulista una oda (de Poeta en Nueva York) en que le arrea al mascahierba americano Walt Whitman: «Estrofas que hoy serían escándalo mayúsculo para lobbys, periodistas y demás aliados del activismo rosa». No se las pierdan.