«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
LA GACETA DE LA SEMANA

De las mentiras de los ministros para justificar el Delcygate a los discursos de Yolanda Díaz

El ministro de Transportes y Movilidad Sostenible, Óscar Puente. Europa Press

Vamos a contar mentiras. No sería esto nada excepcional en un gobierno nacido de la mentira (moción de censura a Rajoy) y dedicado, durante todos los años de mandato, a arrinconar sistemáticamente la verdad. Y, tras conocerse el informe de la UCO, a engrandecer la tradición corrupta del PSOE. En su comparecencia en el Vaticano, el gran jefe, el uno, ha admitido que el ex ministro Ábalos le «informó» de la visita de Delcy Rodríguez, la venezolana de las misteriosas maletas. También ha dicho que era «privada» y que se enteró de las «sanciones» contra la vicepresidenta chavista más tarde. Pero como la mentira es tan contagiosa y entrañable, dos ministros han seguido engordándola: para Pilar Alegría, el aterrizaje en Madrid se hizo «para que descansara el personal de vuelo»; y, según Óscar Puente, «para negociar unas deudas».

Cima de la oratoria. Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda del gobierno: «Por darle algún dato, de cuatro de cada tres, de cada cuatro personas tres de las que son docentes hoy en España y son una persona LGTBI ocultan su condición sexual y lo hacen porque automáticamente serán recepción recepcionarán cualquier fórmula agresiva no solo de fórmulas violentas de odio sino consecuencias graves en sus puestos de trabajo». Dentro de mil años, si queda vida inteligente en el planeta —cosa improbable— y alguien encuentra los discursos de Yoli, habrá hallado el manuscrito de Voynich del siglo XXI.

Genio. El Sánchez más ocurrente, el genio que nunca descansa, ha florecido esta semana una idea brillante. ¿Cómo no se nos ocurrió a los demás, nación de lerdos? La cosa podría solucionar de un plumazo el problema de la inmigración ilegal. Es una idea muy sencilla, se trataría de homologar títulos académicos de las prestigiosas universidades de países como Mauritania o Senegal. Si los ingleses importan médicos y enfermeras españoles, nosotros haremos lo propio con ingenieros, matemáticos y licenciados africanos en estudios islámicos. ¿Qué puede salir mal?

De bien nacido… A Gerardo Pisarello España le concedió la nacionalidad, un puesto en el ayuntamiento de Barcelona y, después, un acta de diputado en Cortes. A pesar de la generosidad, no ha dado palo al agua durante todos estos años de poltronas y sueldazos. Y tampoco se ha mostrado agradecido. Le vimos arrancar la bandera nacional en el balcón del consistorio barcelonés y, esta semana, manifestarse así con motivo del 12 de octubre: «Es una buena ocasión para pedir perdón y decir ‘nunca más’ al colonialismo y al racismo. Por mucho que gruñan las derechas españolas». No quiero dar ideas, pero he recordado de pronto que en la antigua Grecia existía el ostracismo, aplicado a los sujetos considerados malos para la soberanía popular.

Hispanidad. Gerardo, el tipo que cito más arriba, odia a España. Iba ya esa inquina en su maleta peronista, cuando puso rumbo a nuestra nación, que tan bien le acogería. Me sirve su ejemplo porque es representativo no ya de la ignorancia, sino de una pulsión muy española, aquella que sigue atrapando a millones de compatriotas que votan a esta gente. Y esto me lleva a dos cosas: Pisarello es un producto auténtico de la Hispanidad (de la que reniega, excepto del sueldo público) y el votante socialista, o progresista, encarna la leyenda negra fuera del mito, hecha materia y palabra.

Mi querida España. En un día de celebración, de exaltación estética de la patria de todos, seguirán haciendo ruido los cenizos, los tristes, los resentidos. Quién lo diría, la izquierda convertida en facción defensora de todo privilegio y la derecha citando la igualdad de los españoles.

Nadal. Siempre me puso nervioso oír a los comentaristas llamándolo Rafa, y no Rafael, como dice su tío. Se despide de las pistas, de su medio natural, la tierra; de su segunda patria, Roland Garros. Un monstruo del esfuerzo, la perseverancia, el desparpajo. Un poder en el circuito durante muchos años, para temor y desgracia del top ten mundial. Pero siempre me pareció un chico humilde, bien enseñado en los valores tenísticos, que no son sólo la técnica, la potencia y la versatilidad. Hubo jugadores más de mi agrado, naturalmente Federer, el tenis total, escuela y elegancia. Nadal, durante unos años, me aburrió bastante, suplía carencias con un pertinaz arraigo a la línea de fondo. Hablo de un deporte con muchísimos tipos de golpe que, en aquella época, se tornó casi un andar en dares y tomares de estacazos desde una distancia, digamos, algo acomodaticia. Un tenis entregado más al físico y a los interminables golpes largos que, por ejemplo, a la belleza de una volea. En este sentido, los duelos entre el suizo y el español eran dos reivindicaciones tenísticas distinguibles, encontradas. Ya no los veremos competir más, llegó el tiempo de la pista silenciosa, sin público ni trofeo. Un rectángulo, melancólico, evocador de triunfos y, también, derrotas. Gracias, don Rafael.

Desde la calle. El gerente de un restaurante bien de Barcelona me comenta que en un servicio de almuerzo de doce mesas ninguna pidió ni una copa de vino. En otro servicio de cena con 29 mesas ocupadas, algunas compartieron primer plato y sólo dos bebieron sendas copas. No era una convención de abstemios con algún infiltrado. La economía, como un cohete.

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