A vueltas con un beso. En España somos campeones de todo. Lo último, de fútbol femenino. Y, además, disputamos brillantemente la carrera puritana occidental (no alcanzamos el nivel de la competición afgana, pero vamos mejorando). El triunfo balompédico, muy bien; el teatro posterior, berlanguiano mas sin gracia, desarreglado y chabacano. La reina pasando del protocolo, el presidente de la federación tentándose las hispanas glándulas en el palco, una jugadora exultante en televisión por ser «campeonas del puto mundo» (mi señora madre dio un respingo al oírla) y, colofón, el beso de la discordia. Las imágenes del vodevil muestran a Rubiales y a Hermoso fundidos ambos en un impetuoso abrazo, de tal desahogo que él no llega a tocar con los pies en el suelo, literalmente. Y luego, el pico pajarero. En un video grabado tras la gesta, la jugadora dice que contestó con un «vale» a la propuesta labial del jefe, es decir, se colige un festivo consentimiento. Mientras escribo estas líneas, el hombre del momento ha sido destituido por la FIFA y la mujer, tras días ausente del huracán mediático, ha declarado que «en ningún momento consentí el beso que me propinó». Ergo, o miente en el video o miente ahora.
Dejando a un lado la fortuna de su sinceridad y lenguaje (se «propinan» golpes, no besos, aunque el feminismo woke vea violencia en todo acto sensual que proceda de un varón), este episodio ha derivado en otro caso de jauría humana. La tropa obediente ha movilizado las pocas neuronas, a las órdenes del poder sanchista. Hoguera de las vanidades: medios haciendo el agosto, deportistas afectados e iracundos políticos interpretan una obra infame, como de telenovela barata. No hay un terrible crimen, el malvado no da la talla y los aviesos con carnet profesional resultan ya demasiado pelmas. Sobreactuación y recio decoro. La moraleja consistirá, al final de la representación, en que este país vive todavía bajo la barbarie patriarcal. Hombre, machista y acosador son sinónimos, queridas niñas.
Ardiendo la pira vanidosa, tampoco pasa inadvertida la utilización de la deportista. Guión acostumbrado, repetido mil veces, la caterva reproduce el apego español por la cinegética, el coro exigiendo la sangre del culpable. Por aquello de los espejos y, también, como idea para una estrategia de defensa, Rubiales podría autopercibirse mujer. Se convertiría así en un magnífico, inquietante y demoledor reflejo de la política implantada por el Ministerio de Igualdad. Un giro del argumento, un final inesperado, apoteósico. Y sin necesidad de ponerse peluca ni tacones de aguja, acaso hacerse llamar Luisa Manuela.
Muerte anunciada de la Constitución. Leo en La Gaceta: «El portavoz de Sumar ha sostenido que la eventual ley de amnistía que reclaman los independentistas catalanes ‘tiene encaje constitucional’ y constituye ‘la vía más rápida’ para normalizar la situación en Cataluña». La Cosa que lidera Yolanda Díaz tiene, además de prisa por seguir calentando sillones, alma catalana. O, para ser exactos, catalanista, todo ese mundo de arquitectura xenófoba, corrupta e insaciable en sus históricos cimientos. Edificio que la izquierda local, o sea, el PSC, Colau y el gran influencer Roures, ha convenientemente redecorado al gusto kitsch-progre. Una manera de revestir el carcamal nacionalista y hacerlo más agradable a ojos de la pública opinión.
Todavía existe algún autóctono que se declara español, qué fastidio. Y si la condena está ejecutada, el Barón Ashler, quiero decir Sánchez-Díaz, no se fía. Busca certificar la muerte civil del catalán insumiso, del refractario a la república de los idiotas. Los tejemanejes políticos, en la cueva secreta del Barón, reproducen diálogos como el que sigue:
-¡Examine el cuerpo, doctor Asens! ¿No ve que no respira?
-Poniendo un espejito bajo los orificios sentimentales, aun aparece un rastro de vapor rojigualdo. Como de vida.
-¡Vamos, vamos, se tratará de gases residuales! ¿Y el pulso? ¡No me dirá que tiene, habiendo sacado, en la última sangría electoral, veintiséis diputados Pedro y Yolanda!
-Muy débil, parece que se va, que traspasa por fin hacia la meseta castellana, infernal.
-Siempre lo parece. Pero, ¡zas! ¡Resurge tras una victoria de la Selección o cualquier doce de octubre!
-Se le podría suministrar algo, amnistiol quizás.
-¡Pues déle una dosis! ¡Y si así no duerme para siempre, un supositorio de referendumil forte!
-Hombre, no sé… el juramento hipocrático…
-¿Qué juramento hipocrático? ¡Democrático, doctor Asens! ¡Democrático!
-Tiene razón, supremo oráculo yolandista, hay que normalizar. ¡Enfermere, tráigame el botiquín morado, el de derrames constitucionales!
Porno duro. Escribe David Cerdá sobre la vida mostrada, destapada, desnuda ante los ojos de cualquiera. Ese imponderable con que las redes sociales han hecho sucumbir hasta al más reservado y tímido sujeto. «Uno se pregunta cuántas más formas de ‘interesarnos’ por la vida de quien ni nos viene ni nos va necesitamos; en qué momento se saturará la parrilla, precipitando el detritus en algo que podamos recoger a paletadas y verter, como corresponde, en contenedores». Me temo que el cotilleo, la morbosidad, es inherente al ser social porque está relacionado con el poder, o con el anhelo de alcanzarlo y hacerlo crecer, cosa común a todos los mortales ya en tiempos de Altamira. La oportunidad que han dado las redes a la pornografía de la vida cotidiana convierte la comunicación global en un espantoso y desmesurado tráfico de naderías intelectuales, carnales curvas, perritos y fechorías culinarias. Por otra parte, ese exhibicionismo está en muchos casos ficcionado, libre de la fea realidad o, sensiblería, cargado de dramatismo. Aquel selfie etiquetado en una playa de Ibiza queda muy bien; no tanto como otro tomado en la pensión de mala muerte donde te alojas o mientras te comes una ensalada industrial sentada en un banco.