Un precedente lejano. Cuando, tras un irrefrenable impulso que encierra todavía algún misterio, los capitostes europeos decidieron en 1914 guerrear, se produjo una ingente literatura. Era eso que llamamos «opinión pública», oscuro objeto de deseo de toda elite. Durante la Gran Guerra, y a pesar de declararse España neutral siguiendo esa costumbre de preferir matarnos entre nosotros que a un extraño, la opinión se dividió entre aliadófilos y germanófilos. Prensa, tertulias y foros políticos reprodujeron encendidos debates, beligerantes posiciones. Y, mientras, el grueso de la población se tomaba el asunto, digamos, con la perspectiva maximalista que otorga una hogaza de pan, chorizo y, a poder ser, un chato de clarete.
Las queridas etiquetas. Me gusta cuando, con una sentida sobreactuación, alguien acusa a otro de putinista, o hijodeputin, o como quieran llamarlo. Y no niego que los haya. Digo sobreactuación porque, al hilo del párrafo introductorio de esta semana, las querencias y los desgarros respecto a los demás —podría decir vecinos como decir lejanos eslavos— son cosa muy relativa e incluso coyuntural. Yo, que me doy la ajustadísima importancia, he escrito a veces sobre el autócrata Vladimir, especie de imperialista nostálgico de la URSS. Pero eso no me impide, también, recordar los bombardeos de la población prorrusa de Donetsk por parte del ejército regular ucraniano y de algunas milicias mercenarias (2014). Y, por observar un dato en absoluto menor sobre la situación, engordada lista de muertos de civiles y no de oligarcas de ambos bandos, podríamos tener en cuenta que la región del Dombass alberga los mayores yacimientos de gas de esquisto en Ucrania.
Hijodeputin. Una de las circunstancias del puñetazo en la mesa de Trump es que, oh sorpresa, ha cogido a la Unión Europea en pelotas. Las lágrimas de despedida del teutón Christoph Heusgen (diplomático dedicado a la seguridad internacional) coincidieron con el desplante de Vance. Parece que, después de seguir viviendo como en tiempos de la Guerra fría (el muro cayó en 1989), es decir, bajo la protección y financiación militar del tío Sam, se acabó el chollo. Uno alcanza a sospechar ese alineamiento indisimulado de los grandes medios contra Trump (les llegó a gustar hasta Kamala, la Montero yanqui, una vez Biden era claramente inservible). El llanto de nuestro diplomático me pareció enternecedor por su verismo, tan feo como la chaqueta de bedel tirolés que portaba. Apelaba a una política tramposa, a la que nos han sometido: la de las emociones. ¿Por qué gimoteaba? ¿Por la invasión de Putin? ¿Por el gas que seguimos comprándole a Rusia? ¿Por los muertos? ¿O quizás porque tiene un hijo en edad militar y lo imagina atrincherado en Lugansk? Casi hubiera preferido a un Fernando Simón, sabedor de las infectas trolas covidianas pero siempre dispuesto a esbozar una sonrisa. Un epílogo: Europa no ha muerto; acaso la UE sí. Pero, echando cuentas y memoria, no se la habrá cargado la ultraderecha, sino estos corruptos biempensantes.
Diplomacia fuerte. Trump ha afirmado que la guerra en Ucrania la inició esta nación. No es así, claro. Aunque a casi todo el mundo hoy se le haya olvidado que Zelenski, desde 2022, negoció la paz con Rusia en, al menos, cuatro ocasiones. Por otra parte, la frase de Donald tiene un sentido utilitarista. Desde un punto de vista americano, el inquilino de la Casa Blanca desea acabar con el dispendio de un conflicto bélico en que la inutilidad bruselense, cuando no la corrupción (compramos gas a Putin con alegría y desenfreno y, sin ruborizarnos, hacemos como que apoyamos a Ucrania), lleva demasiado tiempo enquistada. Se acabó la tontería. Y por decirlo en términos de política interna, ¿por qué carajo tiene que pagar el asunto un granjero de Misuri?
La tercera y woke. Durante décadas el infantilismo parisien albergó la tontería de que el fascismo nuevo vendría de los Estados Unidos de América. No, hombre, no. El mal, como la belleza retorcida, es consustancial al viejo continente. ¿Estamos hoy viviendo otro episodio en que los EEUU nos sacan de un atolladero? ¿O, como ya le he oído por ahí a algunos insensatos crónicos, vamos a enviar a luchar y morir a nuestros muchachos? Es decir, ¿alguien de verdad está animando a una tercera guerra mundial?
Con ‘a’ de amar. Si «dar» conjuga como «amar», tuvimos a un ministro ciertamente amoroso. Piso, empleos y viajes al extranjero. Si bien esta factura la habría pagado el pueblo español.
El beso y las manadas. Por arte del desmantelamiento woke, los ciudadanos vamos conociendo muertes civiles y detalles escabrosos. Algunos muy desagradables, como el cachondeo de bragueta incontrolable de quienes, tras aquel 15M de colorines que muchos se tragaron, habían representado una especie de revolución antimasculina. Están siendo, para goce y salud mental, devorados por el monstruo que crearon. Errejón procesado y, según noticias frescas, podría pasarle lo mismo a Monedero, sospechoso también de pichaloca. Entretanto, Rubiales ha sido condenado a pagar una multa de 10.800 euros y una orden de alejamiento porque, según la doctrina feminista impuesta por líderes y lideresas, un pico sería una agresión sexual, aunque toda España viera las imágenes del hecho en sí y la jarana posterior de las jugadoras en el autobús. En fin, cuando yo era joven un beso robado podía acarrear riesgos, una bofetada curativa, por ejemplo. Pero la mujer ha pasado a ser considerada un ser desvalido, ajena a su libertad, a su proceder y a su capacidad de contestar como quiera ante aquello que la Deneuve llamó «accidentes». Mientras, un número abultado de féminas son violadas por manadas que ningún gran medio ni noticia ni, por supuesto, identifica. Me permito sugerir una modificación del código penal: al violador córtesele la polla. Y, ya que estamos, enviemos por siempre a la insignificancia pública a esa banda de señoras podemitas y sumaritas y su capcioso feminismo.