«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El juego de Trump

Aquí juegan demasiados, demasiado poderosos y demasiado fuerte: el Pentágono, los espías, los medios, Wall Street, Hollywood, la Ivy League. A cara de perro. A por todas. 

Siendo el medio español que primero se fijó en Donald Trump, cuando era el ‘descartable’ de la lista de 16 aspirantes a la candidatura republicana en el que nadie creía, es poco lo que hemos hecho para analizar su primer año de mandato. Yo, en concreto, nada. 
Aquí quiero ofrecerles una pincelada; llamémoslo, ‘El Primer Año y Pico de Donald Trump’.  
Cuando Trump ganó, escribí una columna diciendo que no podíamos esperar saber cómo habría de ser de verdad el mandato de Trump hasta pasados los primeros meses, porque era un empresario ajeno a la política que llegaba a la Casa Blanca a gobernar a través de una Administración que le recibiría de uñas, y necesitaría moverse con pies de plomo al principio. 
Me quedé muy, muy corto. Ha pasado un año y la hostilidad del Establishment no solo no ha disminuido, sino que ha llegado a un paroxismo esperpéntico. George Soros, a quien podríamos considerar el representante oficioso de ese Establishment, lo resumió en Davos cuando dijo que Trump era una amenaza para el mundo. No hay tregua, no se hacen prisioneros en esta guerra. 
Por el lado opuesto, sus forofos de primera hora han quedado amargamente decepcionados. El candidato antiglobalista resultó no serlo tanto. Todas las buenas palabras hacia Putin se han traducido en una hostilidad exacerbada hacia Rusia, que vuelve a ser culpable como en los peores momentos de la Guerra Fría. Y de traer de vuelta a los soldados empeñados en guerritas imperiales imposibles de ganar decisivamente, mejor nos olvidamos. 
Del célebre muro, la promesa icónica de su campaña, no se ha puesto ni un ladrillo, y si ha acabado con el programa DACA ha sido casi suplicando al Congreso que haga una ley para que estos chicos entrados ilegalmente, los ‘dreamers’, puedan quedarse. 
Los trumpistas sobrevenidos hacen mucho hincapié en la cantidad de promesas electorales cumplidas. Sí, impresionante la reforma fiscal, pero, sinceramente, ¿alguien le votó esperando que bajara los impuestos a las empresas? Lo dudo. Esa es una promesa típicamente republicana, y Trump nunca fue un candidato típicamente republicano. 
A Trump se le votó para que le diera la vuelta a un sistema viciado que lleva décadas gobernando al margen de los gobernados, y si los trumpistas tienen una razón para aferrarse a la esperanza es que la gente que importa -es decir, todo el mundo que cuenta- le sigue odiando y sigue conspirando para quitarle de enmedio. 
Su personal guerra con la prensa la está ganando. Le hacen, es cierto, el daño suficiente como para que su popularidad siga siendo preocupantemente baja, pero la de los medios está por los suelos. 
Como predijimos, la ‘trama rusa’ sigue boqueando como un zombi que se resiste a morir pero, como también profetizamos, empieza a volverse contra sus enemigos. 
Hemos sabido muchas cosas en este tiempo. Hemos sabido que la conspiración contra Trump no se limitaba a la ceñuda resistencia de un puñado de jueces progresistas, los funcionarios de carrera y el histerismo mediático, sino que se usaron las agencias de Inteligencia y al Departamento de Justicia para espiarle y encontrar trapos sucios contra él cuando era simple candidato. 
De hecho, las cosas están planteadas de tal manera que, realmente, el duelo solo puede acabar con una victoria aplastante, total, de una de las partes. Olvídense de todo lo que lean sobre la sólida democracia americana, de cómo el sistema siempre impide que la sangre llegue al río en la oposición de los partidos, sobre la normalidad institucional y todo eso. 
Eso ha sido, sí, cierto hasta ahora. Ya, no. Aquí juegan demasiados, demasiado poderosos y demasiado fuerte: el Pentágono, los espías, los medios, Wall Street, Hollywood, la Ivy League. A cara de perro. A por todas. 
Esto, en fin, solo puede acabar con Trump destituido y -no lo duden por un segundo- en la cárcel, o con Hillary entre rejas. La victoria de uno de los bandos será (bastante) total, o no será.  
En el primer caso, no habrá nuevos ‘Trumps’; no se correrán más riesgos, y el candidato republicano será un dócil remedo del candidato demócrata para los restos, seguirá la sustitución demográfica y eso hará el cambio irreversible. La política se convertirá, aún más que hasta ahora, en el reparto del botín entre las tribus progresistas. 
En el segundo, la reelección de Trump estará garantizada, por goleada, además. Y entonces podremos descubrir de una vez qué tiene realmente Trump en la cabeza. 
 
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