«Cuando me reclutaron, lo peor ya había pasado. Igualmente, nos convertimos en víctimas, en esclavos. Teníamos que someternos a nuestro amo», explica uno de ellos.
Ambrose Samura es un mecánico de 25 años. Pero cuando tenía 11, en plena guerra civil de Sierra Leona (1991-2002), los rebeldes del Frente Unido Revolucionario (RUF) le pusieron un arma en las manos, le convirtieron en drogadicto y le obligaron a matar.
En una entrevista con Efe en la capital de Sierra Leona, Freetown, este antiguo niño soldado recuerda cómo pasó de vivir una «vida miserable», subyugado por el RUF, a ser un «miembro útil de la comunidad» que ha logrado llegar a la universidad.
Cuando los rebeldes invadieron su ciudad, Madina (norte), los padres de Ambrose huyeron: «En esa época -relata-, ni siquiera podías pensar en tus hijos. Mis padres trataban de salvar sus propias vidas. Entonces fue cuando los rebeldes me reclutaron».
«Era un niño -recuerda- y no podía evitarlo. Nos obligaban a hacer daño a la gente, a actuar como rebeldes. Si te negabas, te metías en problemas. Además, te obligaban a fumar pólvora mezclada con marihuana y te olvidabas de todo. Solo pensabas en matar».
«Si me hubieran dicho que disparase a mi propia madre -admite-, no habría dudado ni un segundo».
Ambrose se muestra abierto cuando habla de su historia de superación, pero todavía le resulta difícil contar sus vivencias en el frente: «Mi primera experiencia fue la drogadicción. Luego me llevaron a luchar, y en la frontera con Guinea (país al que huyeron muchos refugiados) teníamos que robar, saquear y secuestrar a chicas para que nuestros jefes mantuvieran relaciones sexuales con ellas».
Preguntado si alguna vez mató a alguien, el joven agacha la cabeza en actitud meditabunda: «Solo una vez», confiesa.
«Cuando me reclutaron -comenta-, lo peor ya había pasado. Igualmente, nos convertimos en víctimas, en esclavos. Teníamos que someternos a nuestro amo».
Cuando la guerra terminó, los jefes rebeldes desviaron para sus familiares las ayudas al desarme enviados por otros países, y los niños como Ambrose se vieron obligados a vivir en las calles.
«Estaba estigmatizado. La gente me miraba y decía: ‘ese era un rebelde, cometió tal crimen’. Me aislé, no sabía qué intención tenían porque yo hice cosas malas y podían buscar venganza», revela.
Con la ayuda del misionero javeriano español Chema Caballero, cuenta Ambrose, la comunidad empezó a aceptarlos, pero con el tiempo las viejas heridas volvieron a abrirse: «La gente empezó a volver a decirme las cosas que Chema había parado, y decidí irme a Freetown».
En la capital, nada mejoró: «Tenía unas tías aquí, pero me ignoraron, me dijeron que tenían miedo de mí porque había sido un rebelde, así que me quedé en la calle. Sobrevivía robando para comer cada día. Como no tenía cómo pagar la escuela, no veía la educación como algo importante y me dedicaba a tomar drogas con mis amigos».
Con ayuda de la Fundación Atabal de España y el centro salesiano Don Bosco, dirigido por el misionero argentino Jorge Crisafulli, Ambrose abandonó las malas compañías. Dejó de ser «Rambo», mote que le acompañó en su batallón, y empezó a trabajar en un taller.
«Lo acepté todo. Acepté que era un ladrón, un rebelde. Acepté que todo eso había ocurrido y me arrepentí de todo, por lo que ahora no me importa lo que diga la gente. Sé lo que quiero ser».
No todos los niños soldado corrieron esa suerte: «Siento pena por los compañeros que no recibieron educación, no saben ni escribir. Quizá algunos estén en la cárcel o muertos».
Ambrose afirma que los programas de reinserción para niños soldados fueron muy cortos, porque «si alguien ha estado tomando drogas cinco años, no puedes pretender cambiar eso en seis semanas».
En su opinión, la clave para recuperar a antiguos niños soldado es la educación, todo «un arma para liberar al hombre de la oscuridad».
«Si no tienes educación -argumenta-, aunque venga alguien y te diga que dejes de tomar drogas o alcohol, no puedes. ¡Ahora hay algunos antiguos rebeldes que hasta son profesores en sus pueblos!».
Aunque hoy día puede volver a Madina y cada vez menos gente le llama «Rambo», Ambrose matiza que el perdón no ha venido acompañado del olvido, por lo que todavía esconde que militó en el RUF.
La excepción es cuando tiene que dar consejo para ayudar a niños que, como él en su momento, malviven en la calle.
De hecho, ante la pregunta de cómo ve su futuro, Ambrose no duda ni un segundo: «Mi gran deseo es convertirme en un filántropo y mejorar la vida de los sierraleoneses que van por mal camino».