Este lunes se cumplen 10 años desde que, tras la impactante renuncia al solio pontificio de Benedicto XVI ―consumada días antes―, Jorge Mario Bergoglio se asomó al balcón de las bendiciones de la fachada de la Basílica de San Pedro vestido de blanco, como nuevo obispo de Roma. Fue el 13 de marzo de 2013 cuando los cardenales electores, custodiados por los imponentes frescos que Miguel Ángel inmortalizara en la Capilla Sixtina, eligieron por mayoría de dos tercios al arzobispo de Buenos Aires, que contaba entonces con 76 años a sus espaldas, para que portara el ‘anillo del pescador’ y gobernara la Iglesia hasta su muerte; o, dado el precedente del recientemente fallecido Ratzinger, hasta su renuncia.
Ha sido una década convulsa, unos años turbulentos, ya no por la coyuntura mundial, sino por el propio carácter del pontificado de Francisco. En el primer viaje que realizó como Santo Padre, a Brasil, ya dijo aquello de «hagan lío»; y parece que su papado ha seguido esa consigna. Han sido 10 años en los que la figura del Papa ha cambiado: ha perdido, a base de mostrarse a tiempo y destiempo en multitud de entrevistas, y por la propia personalidad del Santo Padre, esa áurea de misterio que aún le quedaba –poca, no vamos a engañarnos– a la institución.
Sus relaciones con Iberoamérica
Siendo un Pontífice sudamericano, las expectativas estaban puestas en su región: cómo trataría el nuevo Papa a la zona de la que provenía, con todas las problemáticas que ese continente padece, incluyendo su país. Lo cierto es que, en estos años, el Papa ha dado guiños a diversos personajes políticos polémicos. Pongamos de ejemplo a Lula, el actual presidente de Brasil –al que mandó un rosario cuando estaba en la cárcel– a quien recibió en el Vaticano y bendijo con cariño. También es el caso de Evo Morales. Cuando el Pontífice visitó la Bolivia de Morales, éste le regaló un crucifijo con la forma de la hoz y el martillo, la cual, el propio Papa reconoció que se la llevó al Vaticano, lejos de criticar semejante abominación.
Lo mismo hizo con Nicolás Maduro, a quien también recibió en el Palacio Apostólico, marcando la señal de la cruz en su frente ante las cámaras. Del mismo modo, el Santo Padre recibió al entonces dictador de Cuba, Raúl Castro, con el que el Papa confesó tener una «relación humana». A su hermano, Fidel, le visitó en su primer viaje a la isla caribeña, en 2015, donde se le pudo ver sonriente. La misma alegría podía verse cuando recibió a Alberto Fernández, actual presidente de Argentina, o a su predecesora, Cristina Fernández de kirchner. No pasó lo mismo con las visita de Mauricio Macri.
Obama, Trump y Biden
El Papa Francisco comenzó su pontificado con Barack Obama como presidente de EEUU, luego llegó Donald Trump en 2016 y, finalmente, el ‘católico’ Joe Biden en 2020. Con el primero y el tercero se pudo ver una buena sintonía, no tanto con el republicano ―les invito a comparar las fotografías―, del que llegó a insinuar que no era cristiano por el hecho de querer reforzar la frontera de su país con México. Francisco, en cambio, nunca ha dicho que Biden no sea católico; a pesar de, por ejemplo, ser un furibundo abortista
El agravio comparativo en el caso de EEUU ha sido chocante, porque siendo Trump un presidente que, con sus pros y sus contras, era un freno para el progresismo moral de Occidente, fue mal visto en el Vaticano, mientras Bernie Sanders era invitado a los Sacros Palacios, y Biden y Obama eran recibidos con bombo y platillos, siendo acérrimos defensores del aborto y demás desviaciones progresistas. A nivel eclesial, con el episcopado norteamericano, uno de los más grandes y poderosos del mundo, Francisco tiene una relación complicada, con una porción considerable de éste en contra de la deriva progresista que está tratando de impulsar una parte de la Iglesia.
Acercamiento a China
Posiblemente el caso más sangrante del pontificado, en cuanto a geopolítica eclesial, sea el de China. Desde hace décadas, en el Gigante Asiático hay dos «iglesias católicas»: una fiel a Roma; otra, al Partido Comunista Chino. En 2018, se hizo público que la Santa Sede y el país comunista habían llegado a un acuerdo para el nombramiento de obispos: desde ese momento, el Partido Comunista tendría que dar el visto bueno a los nombramientos episcopales de Roma ―una reversión de la ‘querella de las investiduras’―, en un intento de la Santa Sede por salir de la clandestinidad, pero a costa de ceder al poder temporal –en este caso ateo, no como pasaba en tiempos pretéritos en el que se cedía esa prerrogativa a reyes cristianos– al Partido Comunista.
Evidentemente hubo reacciones. Años y años en la clandestinidad, jugándose la reputación, multas y cárcel, hicieron que la Iglesia escondida, liderada por el cardenal chino Joseph Zen, nonagenario, pusieran el grito en el cielo ante esta cesión. Zen no dudó en pedir explicaciones a la Santa Sede ante este inexplicable cambo de rumbo, llegando a señalar al secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin, el que, supuestamente, urdió los pactos con el país asiático.
Su relación con España
Mucho se ha dicho de que el Papa no haya visitado España ―desde que es obispo de Roma; Bergoglio vivió unos meses en Alcalá de Henares en los años setenta―, pero el caso es que no ha viajado a muchos países «importantes», tradicionalmente objetivos de un peregrinaje pontificio. Desde el principio de su papado, Francisco quiso, al menos en Occidente, visitar países mas secundarios, y así lo ha hecho, con algunas excepciones como EEUU, Francia –por una visita al Parlamento Europeo–, o Canadá.
En cuanto a la Iglesia en España, Francisco tiene un hombre de confianza, Juan José Omella, actual arzobispo de Barcelona, y con él de enlace, sumando otras amistades que tiene en nuestro país, ha ido forjando nombramientos episcopales que han ido convirtiendo la Iglesia española en algo más parecido a los deseos pontificios. Los afines se quedan o prosperan, los contrarios a los nuevos aires, como el obispo emérito de Alcalá de Henares, Reg Pla, son desechados a las primeras de cambio.
Un cambio de rumbo y de prioridades
El Papa Francisco no ha cambiado nada del depósito de la fe o la moral de la Iglesia, no ha dicho o escrito cosas contrarias a la ortodoxia católica; sin embargo, diez años después, intuimos que es mejor fijarse en sus gestos más que en sus dichos; o, por lo menos, en qué incide más, aunque sea hablando.
Contra lo que puedan pensar algunos que le tienen verdadera inquina, Su Santidad sí que ha condenado el aborto, la eutanasia o la ideología de género; el tema es que, por una vez que llama la atención sobre una de estas cuestiones –contrarias al espíritu del Mundo– lo hace multiplicado por 50 sobre la ecología, los inmigrantes, el papel de la mujer o la «resiliencia»; causas que pueden ser loables, pero que encajan a pies juntillas con lo que piden los grandes poderes, desde el Foro de Davos a Holywood, pasando por la Unión Europea; es un Papa que tiende a señalar aquello que el Mundo ya hace.
Esto es más novedoso, porque la Iglesia siempre ha tenido el papel de ser un faro, una luz en las tinieblas, y su labor era incidir en aquello que su época no veía o dejaba de lado. Pero Francisco suele insistir más en aquellas cosas en las que todos los gobiernos y poderes están de acuerdo, allá donde hay más consenso. Por el Vaticano han pasado estos años todo tipo de personalidades de lo más mainstream, desde actores de Holywood como George Clooney hasta personajes influyentes como Jeffrey Sachs: todos viendo en el Pontífice, sin ser necesariamente creyentes, un referente humanitario.
Francisco se ha ido convirtiendo en un referente moral para el progrerío globalista, haciendo del Vaticano una suerte de lugar de peregrinación laica, el centro de la lucha contra el mal trato al inmigrante y la erradicación de la pobreza; un poder que aboga por el fin de las armas nucleares y por la paz en el mundo. Todos ellos fines que pueden ser loables, pero que bien podría firmar el líder de cualquier ONG.
Es tal la admiración desde fuera de la Iglesia por el Papa, que los medios siempre han sido extraordinariamente benignos con él, sobre todo si lo comparamos con sus predecesores inmediatos. Personaje de la revista Time, portada de Rolling Stone; en lo referente a España, dos entrevistas concedidas a Jordi Évole en La Sexta. En Italia, concedió múltiples entrevistas a Eugenio Scalfari, fundador del diario izquierdista La Repubblica.
División en la Iglesia
Si nos atenemos a su verdadera misión como Potífice, ser el custodio del depósito de la Fe y confirmar a los hermanos en ella, hemos de decir que estos diez años han sido, para no pocos católicos, desconcertantes. Mientras Su Santidad recibía a todo tipo de personajes dudosos, como ya hemos dicho, con buena actitud, atacó con saña a gente de dentro de la Iglesia, caricaturizando a monjas, curas, o incluso laicos «rigoristas».
Es de conocimiento público que cada vez menos gente asiste a la misa dominical y, en general, recibe los sacramentos. Occidente se seculariza a pasos agigantados. Los países europeos más descreídos tienden a sufrir a los obispos más progresistas. Tal es el caso, por ejemplo, de Alemania, donde los prelados han desafiado a Roma en los últimos años, llegando a oponerse diametralmente a la Santa Sede en asuntos, sobre todo, de índole sexual. Un desafío que no ha tenido consecuencias, al menos públicas, de Roma.
Otro es el caso, incluso en esos mismos países occidentales secularizados, de los tradicionalistas. El mismo Papa y la misma Roma que no detienen por ahora la heterodoxia germana han puestos palos en las ruedas a los fieles que van a la misa Tradicional. Los católicos «tradicionalistas» –por etiquetarlos de alguna forma– son fieles que acuden a la misa que se celebró durante siglos antes de que las reformas del Concilio Vaticano II, en los años sesenta, hicieran una especie de borrón y cuenta nueva –algo que no estaba previsto en el propio concilio– y «modernizara» la misa.
Las protestas que surgieron ante un cambio tan radical las encauzó el obispo francés Marcel Lefebvre, que acabó siendo excomulgado por la Iglesia. En 2007, Benedicto XVI restituyó el antiguo rito, dando libertad a los sacerdotes que quisieran celebrar dicha misa. «Lo que fue sagrado para las generaciones anteriores sigue siendo sagrado y grande para nosotros también, y no puede ser prohibido por completo de repente o incluso juzgado como dañino», argumentó Ratzinger. Sin embargo, en 2021, Francisco revertió las órdenes de su predecesor y puso coto a esta misa, situando en el blanco de sus ataques a los tradicionalistas.
Para el grueso de los católicos, que ni tan siquiera han oído hablar de la misa Tradicional, genera perplejidad el hecho de ver a su Papa atacando decididamente y con fuerza a sacerdotes y fieles que sólo quieren celebrar la misa de siempre, mientras parece hacer la vista gorda a obispos y sacerdotes que desafían la doctrina y la moral de la Iglesia para escándalo de los fieles.
El futuro
El resultado es que, 10 años después, nadie parece estar del todo contento. Los más conservadores o tradicionales han visto como el Papa les desprecia o se burla de ellos; los progresistas, se han hecho ilusiones pensando que Francisco sería el Pontífice que abrazaría el progresismo y aboliría el celibato, destruiría la moral sexual, o instauraría el sacerdocio femenino… Nada de eso, Francisco tampoco es de los suyos.
El resultado es que, a nivel interno de la Iglesia, casi nadie parece estar entusiasmado con el Santo Padre. A Francisco, que va camino de los 87 años, ya no le queda mucho tiempo de pontificado, y diez años dan para poder hacer un balance general. La cuestión es cómo será la recta final, ya que el 31 de diciembre de 2022 se produjo un gran cambio.
Siempre que Francisco creaba nuevos cardenales, llevaba a los novatos con sus capelos a visitar a Ratzinger, que vivía a un tiro de piedra de la Basílica de San Pedro, en plenos jardines vaticanos. Siempre llamó la atención que, fuera el cardenal que fuere, «de la cuerda» habitualmente de Francisco, saludaban a Benedicto con un respeto, admiración y reverencia que no mostraban con el Papa argentino; al menos era diferente.
Los romanos distinguían el poder en potestas y auctoritas, el primero era el mero poder de imponer decisiones por la fuerza; el segundo, era un poder moral, basado en el reconocimiento o prestigio de una persona. Creo que Francisco representaba el primero; Benedicto, el segundo. Pero, el 31 de diciembre murió Ratzinger, con lo que la auctoritas ha desaparecido y hace que los próximos años sean aún más impredecibles.