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las sociedades abiertas tienen cada vez más grietas

Retribalización: el giro proteccionista y autoritario de Occidente

Manifestación de los Chalecos Amarillos en Francia. Europa Press

Cada vez se aprecian más síntomas de agotamiento en la época de la aldea global, el gobierno único y la dictadura tecnológica. Bélgica ha encendido las alarmas de los entusiastas del globalismo con una encuesta que contradice el discurso oficial europeísta: la mayoría de su población rechaza la democracia. 

Vamos a los datos. El 71% de los belgas quiere deshacerse de unas élites que «actúan en contra de los intereses de personas corrientes». El 62% respalda a un gobierno autoritario. Un 59% desea a un líder libre de las ataduras de los contrapesos clásicos del Estado y de la fiscalización de la prensa. Sólo el 22% está a favor de las sociedades abiertas. El 69% se decanta por un líder fuerte, sin parlamento ni elecciones. Así se desprende del estudio publicado por la fundación Ceci n’est pas une crise.

Más interesante aún es el concepto «retribalización» que emplea el trabajo. Se trata del deseo de un líder fuerte que apele directamente a la gente en un sistema político cuya capacidad de actuación no la limite la prensa, la justicia, los sindicatos o los intelectuales. El término también alude a la enorme desconfianza que los ciudadanos sienten hacia todos los sistemas de representación política o social, así como el convencimiento de que sus problemas reales no son tenidos en cuenta por el poder.

La retribalización, en fin, es la aspiración de una vuelta al proteccionismo, la tradición y la recuperación de la identidad perdida. Una añoranza, frente a las fragmentadas sociedades posmodernas, de una cierta homogeneidad étnica, cultural y religiosa. La identidad no como construcción social, sino como algo que ya nos viene dado por el lugar de nacimiento. Nuestro país, nuestras raíces, lo que determina nuestra forma de estar en el mundo.

Desde luego, el caso belga no es el primero, aunque vuelve a darnos una pista del futuro de Europa y, en general, de Occidente. En 2016, el Brexit y la victoria de Trump anticiparon el giro proteccionista que había venido para quedarse. La improbable victoria del magnate estadounidense mostró al mundo que había una América que no aparecía en las televisiones, periódicos o galas de Hollywood. Trump comprobó que el americano de a pie era maltratado por las élites de Washington, Nueva York y Los Ángeles y en poco tiempo se convirtió en icono de la clase media autóctona y blanca, de alguna manera dio voz a una mayoría silenciada.

Lo mismo cabe decir de quienes propiciaron la histórica salida del Reino Unido de la UE. La mayoría eran trabajadores cuya motivación fundamental era la enorme distancia que sentían con un poder (Londres y Bruselas) que desprecia profundamente su modo de vida declarado no apto para el futuro que ya les han preparado.

Esta rebelión de las clases medias tiene más motivos. El deterioro sufrido por la desindustrialización, la deslocalización de empresas, las infames leyes educativas y la inmigración masiva de culturas opuestas a la autóctona ha provocado el fin de la cohesión social. Y un país sin cohesión social está abocado al colapso.

Que se lo digan a Francia. Igual que el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo fue la chispa que encendió la mecha que tantos deseaban prender en 1914, Francia tiene ahora todas las papeletas para convertirse en el país que dé la puntilla al modelo actual de la Unión Europea. Por un lado, el movimiento de los chalecos amarillos, fenómeno verdaderamente transversal de los que España carece, aglutina el rencor y el desencanto de una clase media cada vez más castigada a impuestos, prohibiciones y menor capacidad adquisitiva.  

El otro factor que explica el colapso galo es el fracaso del multiculturalismo. En los años sesenta Francia hacía una política de asimilación invirtiendo dinero y estudios en los extranjeros para convertirlos en un francés más. Aquello funcionó un tiempo, hasta que el modelo mutó en la integración, que no aspiraba a hacer del inmigrante un nacional, sino un trabajador del que sólo se exigía su mano de obra. Esto ahorraba dinero al Estado y satisfacía la demanda de las grandes empresas en busca de mano de obra barata. A la larga, sin embargo, ha sido una bomba de relojería: millones nacidos en Francia no lo consideran su país, por lo que adoptan la cultura y la religión de sus padres o abuelos inmigrantes.

De la distancia que separa a los gobernantes de los gobernados también pueden dar buena fe los alemanes. En 2015, Merkel, sin consultar a sus ciudadanos, metió a un millón de refugiados sirios en el país. Hubo violaciones en masa (Colonia) y atentados yihadistas (Ansbach, Baviera) de los que ella jamás se responsabilizó. Tras el anuncio de la canciller, por cierto, la patronal alemana propuso congelar el salario mínimo mientras la CSU reclamó que los inmigrantes sirios no se acogieran al mismo.

Más recientemente otro factor ha espoleado la pulsión proteccionista en toda Europa: la guerra de Ucrania. La invasión rusa ha despertado del letargo a quienes creían que no hay que invertir en defensa y llamaban belicista a Trump cuando exigía a los miembros de la OTAN destinar el 2% del PIB.

La invasión de Putin también ha provocado una crisis energética y alimentaria en la Europa occidental que sufre una inflación desbocada y precios récords en los carburantes. Esto ha motivado la apertura de debates –antes residuales– como el de la soberanía energética o alimentaria, que han permitido retratar al consenso climático como responsable del cierre de centrales nucleares y térmicas mientras España compra esa misma energía a terceros países.

Hace años que las sociedades abiertas tienen cada vez más grietas. Por ello, es muy probable que más pronto que tarde veamos a partidos de la derecha defender políticas intervencionistas en cuestiones como la energía, las telecomunicaciones o la alimentación. Algo impensable hace muy poco, sin duda, pero esta alergia a que el Estado participe en cuestiones esenciales –hoy cedidas al sector privado– va quedando atrás ante la magnitud de la crisis. El proteccionismo –quién sabe si acompañado de cierto autoritarismo– será el eje que articule las políticas en Occidente en los próximos tiempos.

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