La edición de este año del Foro Económico de Davos ha empezado con un par de deliciosas paradojas, de esas ironías del destino que constituyen la sal de la información diaria.
La primera es que Donald Trump, algo inusitado en un presidente norteamericano (el último fue Clinton, en 2000), planea asistir. Davos es, en principio, una iniciativa privada, una reunión de los que cortan el bacalao en la escena mundial, el Bilderberg sin conspiranoia, y también el principal baluarte del globalismo. Si Trump fuera una décima parte de antiglobalista de lo que vendió en campaña, debería sentirse en el pueblecito suizo como un pulpo en un garaje.
La segunda es que uno de los puntos a tratar en el foro mundial, como principal riesgo para el año aún fresco, es, claro, el Calentamiento Planetario, o Cambio Climático, como prefieran. Pero parece existir una ley cósmica según la cual citar ese dichoso dogma de la modernidad en una reunión de campanillas atrae la venganza de clima. Créanlo o no, a un día de iniciarse el foro, una nevada colosal ha dejado aislados a los prohombres reunidos en Davos, con riesgo de aludes.
En Davos creen en el Cambio Climático a pies juntillas, como creen lo absurdas que son las fronteras y, en fin, en todas esas cosas que, siendo beneficiosas para nuestras élites, se han convertido en doctrina obligada para las masas con la aquiescencia de unos medios de prestigio que no por nada pertenecen, directa o indirectamente, a esas mismas élites.
Por eso no vemos el momento en que el odiado Trump pise la montaña suiza, y ver así si pone fin a la farsa de su supuesto antiglobalismo o, por el contrario, va a cantarles las cuarenta a los internacionalistas allí reunidos, como hizo en la cumbra de la OTAN.
Esto, además, convierte a Davos en un laboratorio que conviene examinar con atención, para ver lo que se nos viene encima en materia política esta nueva temporada. Especialmente a los europeos, que la edición de este año va fuerte en UE: asistirán Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, y, como guinda para el último día, el niño bonito del globalismo a escala nacional, el presidente francés Emmanuel Macron.
En lo que nos afecta, quizá la propuesta más interesante sea una que forma parte de la iniciativa ‘Renew Europe’ y que sugiere que la Unión Europea debería adelantar la edad de voto a los 16 años. Se entiende, en todos los países miembros, algo que a día de hoy solo sucede en Austria en las elecciones de ámbito nacional.
La razón es, naturalmente, la misma que mueve a Podemos a reclamar una medida similar: calcular que la medida favorecerá al bando que la propone. Así como los podemitas sabían que su electorado se movía entre jóvenes muy jóvenes (¿podemos decir, ‘inexpertos’?), los proponentes de esta medida prevén con ella estimular el voto ‘europeísta’.
La razón expresa es que, según un estudio citado en el informe, los jóvenes de 17 años tienen más entusiasmo ‘democrático’ -más ganas de votar- que sus mayores inmediatos. El Parlamento Europeo ya apoya ese descenso en la edad de voto, de hecho, aunque es una medida que tendrían que tomar los parlamentos nacionales, cambiando su respectiva ley electoral.
Otro asunto crucial a discutir en el pueblecito suizo es una «agencia paneuropea» que se ocupe de gestionar la inmigración masiva. Es decir, que las competencias sobre quién entra, cuántos entran y a dónde van deje de estar en manos de lo gobiernos y quede en las de Bruselas. Para temblar.