Vaya por Dios, pues resulta que Donald Trump no está loco. Ni chochea ni oye ruidos. Lo dicen los médicos, que le han aplicado unas pruebas que si, como cualquier otra, tendrá sus márgenes de error, dudo que sea tan parcial e inexacta como los precipitados diagnósticos de los periodistas a sueldo.
La prueba se conoce como Evaluación Cognitiva de Montreal, y la máxima puntuación que se puede sacar en ella es 30 puntos. ¿Adivinan cuánto saco ese «desequilibrado payaso débil mental» que ocupa la Casa Blanca? Exacto: 30. No tenía por qué hacerlo, no hay nada previsto ni es obligatorio o aun aconsejable, pero Trump quiso salir a los rumores vertidos en el libro ‘Fire and Fury’, donde se cuestiona su salud mental.
La noticia, no hay que decirlo, ha caído como un jarro de agua fría sobre esa abrumadora mayoría de informadores que, en Estados Unidos y más allá, se han pasado más de un año repitiendo 24/7 la consigna de que Trump es a) un débil mental y/o b) que está como unas maracas.
Pero como parece improbable que toda esa legión innúmera de preparadísimos profesionales yerre tan catastróficamente, calificando de loco a quien demuestra estar inusualmente equilibrado y de tonto de baba a quien no tiene un pelo de eso mismo, solo cabe dos posibilidades, una combinación de ellas: mienten con toda la boca o el modelo que defienden, su visión global, es la auténtica locura.
Por ejemplo, cualquiera con cierta perspectiva histórica y mirada fría no podría llamar a la Guerra Fría 2.0 que vivimos otra cosa que una verdadera locura, que pone al planeta constantemente al borde de una pesadilla nuclear sin necesidad alguna.
Rusia no amenaza la seguridad de Estados Unidos. Para empezar, no puedo. Uno echa un rápido vistazo a la correlación de fuerzas y le da la risa. Podría ponerse fin a la tensión en cualquier momento, Trump ha repetido desde la campaña que tiene la intención de enterrar el hacha de la guerra con Moscú y Putin parece entenderse bien con el inquilino de la Casa Blanca.
Pero basta que los dos pasen más de un par de minutos hablando, ya sea en persona o por teléfono, para que la oposición -es decir, los grandes medios- enloquezca y le acuse de estar cumpliendo algún oscuro pacto secreto con el Kremlin y confirmando esa ‘trama rusa’ en la que no creen ya ni los niños que aún esperan a Santa Claus. No soy psiquiatra, pero así de pronto me atrevería a diagnosticar tendencias paranoides.
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