'Ser es defenderse'
Ramiro de Maeztu
Alguien va a morir
Por Rocio-gonzalez
25 de enero de 2014

Amanecía soleado en Cabot Cove, por fin la primavera estaba en todo su esplendor de colores, y poco a poco habían subido las temperaturas. Salir a por la prensa al porche por la mañana ya no era una actividad de riesgo y superación personal ante la plausible posibilidad de la congelación. En el Estado de Maine podían darse temperaturas muy extremas y al estar cerca del mar la sensación de frío era aún mayor. Cogí mi abrigo, una liviana bufanda y me dispuse a tomar el autobús a Portland. Era un trayecto pequeño que solía hacer en coche, pero estaba en el taller. Volvería esta misma tarde.

Caminando por la acera con paso diligente y sin prestar atención a los maravillosos jardines de la vecindad, iba repasando todo lo que necesitaba solucionar en la ciudad, dónde almorzaría y me preguntaba si quizás tuviera tiempo para disfrutar de compras extras, de las que no estaban en la lista de tareas. Me merecía un capricho.

Subí al autobús saludando a todos, era un pueblo pequeño, imposible no conocerse. No éramos demasiados viajeros. Casi cerraban las puertas cuando la vimos llegar atropelladamente, hacía señas con los brazos y agitaba su gran bolso de mano. Subió acelerada, su respiración era agitada y balbuceaba disculpas y agradecimiento a partes iguales. También decía algo de que el coche de su sobrino no arrancó y que no podía dejar de llegar a la ciudad, tampoco se le entendía muy bien. Esperamos a que tomara asiento y, por fin, el chofer arrancó.

De repente, todos fuimos conscientes y las divertidas conversaciones cesaron. La algarabía típica local se convirtió en silencio y fue como si una losa cayera sobre nuestras cabezas. Sentimos la sentencia del juicio final, la firma de una condena a muerte, el pánico en la piel, todo a la vez. De manera inconsciente todos nos ajustamos los abrigos un poco más. Sentimos a la vez una ráfaga de frío inexistente.

Estábamos acostumbrados a estar con ella, era una persona muy querida en la comunidad, una celebridad, que además participaba activamente en todas las actividades de Cabot Cove. Teníamos multitud de momentos comunes con ella pero el autobús era un recinto tan pequeño que resultaba claustrofóbico; éramos tan pocos los ocupantes que comenzamos a mirarnos todos y cada uno de nosotros, al principio de soslayo, de manera disimulada, pero a los pocos segundos fue escrutándonos, no sin cierto descaro. Pero es que además, casi al unísono, a todos se nos hizo patente la imposibilidad de huir salvo que el autobús parara y abriera sus puertas.

Ella, Jessica Beatrice Fletcher, la señora Fletcher, autora famosísima de novelas de misterio, hablaba alegremente de su peripecia matinal mientras los demás, sin oírla, conocíamos el resto de la historia. Quisiéramos o no, siempre era igual. Pronto, alguien moriría sólo para que ella resolviera un asesinato y así se escribiera un crimen. ¿Sería yo?

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