«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

Algún remedio al perjurio

1 de noviembre de 2023

El príncipe de Lampedusa consideraba que la comedia de William Shakespeare Trabajos de amor perdidos «valía poco». Ese juicio iconoclasta del siciliano puede salvarse sin gran deshonor del inglés si caemos en la cuenta de que, aunque como comedia no sea, en efecto, redonda, sí vale muchísimo como advertencia, que es lo que le importaba a Shakespeare.

Nosotros, acostumbrados a la mentira como hijos (ay) del siglo XXI, no caemos en que lo único que se toma en serio de su obra el gran dramaturgo es que tanto Fernando, rey de Navarra, como sus tres compañeros de estudios, han jurado en vano y han cambiando sus votos por interés.

El juramento que hacen al principio de la obra (no comer ni casi dormir en tres años, estudiar sin pausa, no ver a ninguna mujer, etc.) era una soberana tontería, como advierte el mejor de ellos, Berowne; pero una vez que lo juran, su credibilidad está en juego. Que Berowne, el personaje que hace de alter ego de Shakespeare, mérito que sí reconoce Lampedusa, advierta de la ridiculez de la materia de los juramentos, no los hace menos solemnes, como podríamos pensar apresuradamente, sino muchísimo más graves, porque se hicieron con conocimiento de causa y plena advertencia.

Tampoco valen las otras excusas, que Shakespeare va exponiendo y desechando una tras otra. Los amigos piden al más inteligente y retórico Berowne —al jefe del gabinete, diríamos— que les presente un argumentario que ofrezca «algún remedio al perjurio». Y lo hace la mar de bien, pero después de haber desplegado todo su ingenio argumentativo, remata en un aparte: «El que siembra cizaña no coge trigo […] Las mujeres veleidosas pueden ser un azote para los hombres perjuros. Si eso sucede, nuestro cobre no adquirirá mejor tesoro». Quien ha diseñado la campaña de exculpación no se  la cree. Han cambiado el oro de ayer en monedas de cobre.

Tampoco vale la complicidad del grupo, que tanto les complace. El perjurio no se borra por mayoría simple. Ni absoluta. Ni por unanimidad. Tampoco el fin lava la mancha. No justifica los medios falsos ni siquiera un matrimonio tan favorable como el del rey de Navarra con la hija del rey de Francia.

El amor deviene en trabajos perdidos porque las damas no pueden creer los juramentos y las promesas de unos hombres que al hacerlos se muestran como unos perjuros redomados. Sin la firmeza en el compromiso ni la sujeción a la palabra dada, todo es broma. El amor es imposible.

Naturalmente lo recuerdo aquí y ahora porque hay quien dice que en España no pasará nada, a pesar de los incesantes incumplimientos de su palabra del presidente Sánchez y del PSOE en pleno, incluyendo sus juramentos de guardar y hacer guardar la Constitución. O que incluso nos irá mejor. La advertencia de Shakespeare no será muy cómica, pero es muy oportuna. Se rompen cosas muy profundas cada vez que se falta a la palabra. Y si alguno le suena demasiado cultista esta aproximación shakesperiana, también tenemos a Robin Williams cantando: «When the truth die, very bad things happen».

 Esta reflexión también nos interpela más personalmente. ¿Hemos cumplido siempre nosotros con nuestra palabra? Si no, se precisa la penitencia que la muy inteligente Rosalinda le impone a Berowne. Tiene que usar sus dotes retóricas y humorísticas para aliviar a los enfermos y moribundos. Hacer reír a los juerguistas, que lo están deseando, es bien fácil. En el lecho del dolor es donde la palabra se redime, donde la verdad jocosa tiene que probar si su alegría es de un metal valioso. Me temo que Sánchez tiene poco remedio, pero nosotros seguiremos el aviso de Shakespeare, a través de Rosalinda. No dejaremos de sonreír, pero en serio, a los pies del moribundo. No nos van a faltar ocasiones en el futuro inmediato para demostrar que nuestro buen humor puede ser de buena ley y fiel a su palabra y a sus compromisos. Incluso para denunciar a un puñado de perjuros y prepararnos para las consecuencias, podemos hacerlo tirando de una sonrisa, aunque melancólica. Como comedia, Trabajos de amor perdidos no vale del todo, lo reconozco, pero, como trabajos de advertencia, son ganados.

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