Estoy en Alfafar al lado de una furgoneta que parece haber sido reventada por una bomba. El techo perforado, las puertas retorcidas, abiertas de par en par. ¿Cómo ha llegado a dañarse así? En lo alto de un edificio hay un gran megáfono por el que una voz informa dónde se reparten comida y medicinas. La calle sigue cubierta de barro. Los coches se amontonan a los lados, unos encima de otros, en posiciones imposibles. Las cañas están por todas partes. Cada garaje es un drama y una siniestra banda oscura de dos metros de altura delimita la catástrofe a lo largo de todo el pueblo. Un humvee del Ejército dobla una esquina. Es irreal.
Han pasado tres semanas y todavía parece que estoy en Faluya o Mogadiscio inmerso en una guerra. Una batalla que vamos perdiendo desde hace tiempo. Poco a poco. Contra un sistema cada vez más voraz y torpe que no nos cuida, que se alimenta de nosotros. Cada vez que tenemos que hacer una pequeña tarea se muestra antipático e inútil. Ahora, bajo una gran catástrofe, como no podía ser de otra manera, asoman todas sus costuras. Está reventado. Pero se siente en peligro y activa sus defensas.
Sólo el pueblo salva al pueblo es antipolítica, dicen. Pero la antipolítica son ellos. Los que tardaron días en llegar. Es Sánchez huyendo como un cobarde. Es Margarita Robles, que niega la ayuda del Ejército con una sonrisita y luego discute con los afectados; Es Teresa Ribera, premiada con un puestazo en Europa tras su gestión de mierda. Es la consejera valenciana que reñía a los familiares de las víctimas como la típica Charo que te expulsa de una cita tras horas de cola. Es Marlaska enviando a un grupo de élite en helicóptero para detener a un supuesto grupo fascista organizado que resultó estar formado por tres vecinos. Es la consejera de Justicia que no sabía cómo hacer su trabajo. Es Paiporta, Alfafar, Catarroja, Chiva y los demás pueblos que siguen pareciendo un escenario de guerra. Es ceder más de la mitad de lo que ganas bajo amenaza de cárcel y ruina, la cruz roja tan limpita, las prohibiciones de limpiar barrancos y la demonización de las infraestructuras hidráulicas, el ecologismo de salón. Es que unas cañas importen más que la vida de tantos.
Son cientos de miles de valencianos agotados y furiosos, abandonados; la televisión pública mintiendo y los diarios del régimen masajeando al poderoso. Es un gilipollas impoluto que te impide pasar al pueblo para descargar la ayuda que traes desde cientos de kilómetros de distancia. Es Ábalos y sus queridas en el chaletazo pagado por una trama corrupta mientras nos encerraban en casa y caíamos como moscas. Es Francina de copas, y el tito Berni de putas y farlopa durante el toque de queda; Aldama y Begoña rescatando aerolíneas. Es un gigantesco sistema podrido hasta las trancas. Hace años algunos peleábamos por acabar con tanto que sobra. Hoy es más necesario que nunca. Es inútil intentar que sea eficiente. Hay que derribarlo.
