«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Aprender a morir

8 de abril de 2017

Desde hace dos días, manteniendo como principal noticia el suicidio de José Antonio Arrabal, enfermo de ELA, el diario El PAÍS y su cohorte apela a la volonté générale, como lo han hecho siempre todos los enemigos de la libertad -desde Robespierre a Lenin- como norma soberana para alcanzar una nueva legislación sobre la eutanasia. Según el diario más influyente en España, la sociedad está preparada para la despenalización de la eutanasia y la ayuda al suicidio; existe un consenso social que demanda una legislación correspondiente. Es cuestión de dignidad y libertad, de derechos individuales, manifiesta EL PAÍS en su editorial.

En Teoría de la acción comunicativa, Habermas se declara por una teoría “consensual” de la verdad. Según Habermas, la verdad no depende de la realidad de las cosas sino del acuerdo acerca de un determinado estado de cosas. La solidez de la propuesta de Habermas se basa en que, en apariencia, la democracia no impone ninguna verdad a la que todos se deban someter, y las leyes son fruto del diálogo y pueden ser aceptadas por todos. Además, no hay nada que no pueda ser sometido a discusión pública, y, por tanto, modificado.

El consenso, como pretende el grupo PRISA, se convierte en el criterio supremo para decidir qué es legal y qué no lo es. Ahora bien, esta postura entraña un grave riesgo: no es posible alcanzar un consenso sobre todas las cuestiones. Además, lo que deciden las mayorías no siempre se identifica con lo justo. Hay cuestiones que nunca podrán estar sujetas a ser modificadas, ni por decisión mayoritaria ni por deseo de los líderes ni por la manipulación de las emociones que realizan determinados medios de comunicación. El Estado precisa de verdades y bienes para generar un espacio de convivencia razonable.

Con el tiempo, el planteamiento de Habermas da un giro cuando explica su peculiar concepción de la libertad. Según el filósofo, libre es quien determina su voluntad según el juicio de aquellos que todos pueden querer. Es decir, la libertad plena se alcanza cuando no entra en contradicción entre lo que yo quiero y lo que quieren los demás. En cambio, no es libre quien actúa según determinaciones subjetivas. Por tanto, voluntad y razón se deben complementar, y esto es lo que legitima las normas morales.

En su diálogo con Habermas, Joseph Ratzinger dirá que deben existir realidades que no dependan del consenso, cosas que son buenas y malas sin importar las circunstancias, no porque lo diga la religión, sino porque van en contra de la naturaleza humana.

El problema en la actualidad no es la amenaza de un sistema totalitario que intenta eliminar la conciencia disidente, sino el nihilismo banal que opera en la sociedad. El drama está en que no existan criterios ni valores absolutos, sino que el criterio último sea el bienestar material y físico. Existe la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que proporciona placer y bienestar. En semejante concepción, el sufrimiento aparece como algo insoportable, destructor y estéril. Esta mentalidad ha causado que los hombres acepten la barbarie del aborto y de la eutanasia. Si la política postula una idea de hombre acorde con semejante nihilismo, operará como ideología Sin una referencia a

una verdad objetiva, sin ningún límite, escuchar a las mayorías es problemático y peligroso.

Giovanni Sartori, fallecido el pasado martes, decía que “un totalitarismo no lo es si no está sustentado por creyentes, por una fe en un ‘hombre nuevo’, en una regeneración ab imis, desde la profundo, de la humanidad”. La nueva religión política sólo pretende vaciar la conciencia moral natural, hacer al hombre “artífice de sí mismo”, libre de las leyes de la naturaleza, dueño absoluto de su propio destino.

No hay tristeza mayor que la de un hombre terminando y despidiéndose con frialdad de la vida, circundado por un vacío infinito donde el morir liberador se identifica con la Nada; soledad tan inmensa como el extrañamiento y la primordial perturbación de quien renuncia a amar a una mujer y a unos hijos; desamparo tan íntimo y público como el de quien desprecia ser amado en el infortunio sin haber sido capaz de perseverar, aunque se entrevea ya un frágil vivir pleno; desfallecimiento mayor de quien renuncia a la alegría que se esconde detrás del dolor, el consuelo y la felicidad en que puede finalmente convertirse cuando deviene oblativo.

Habrá que preguntarse sobre el paradigma de hombre y de sociedad que estamos construyendo cuando la rebeldía pretende erigirse en normatividad secular y legislar nuestras vidas, cuando los frutos ponzoñosos de la Ilustración siguen vigentes y se muestran proclives a impulsar al hombre autónomo, sin límites que frenen su poder de hacerlo todo y trastornen la douceur de vivre en un infierno sin Dios que todo lo corrompe. Quizá, como dijera Rilke, hay que aprender a morir, esperando que a cada uno le llegue su propia muerte. En eso consiste la vida, en preparar con tiempo la obra maestra de una muerte noble y suprema que sea cumplimiento de la propia vida.

.
Fondo newsletter