«Quiero su cabeza», reclamó Leire Díez —ex teniente de alcalde socialista y colaboradora próxima al secretario de Organización del PSOE, Santos Cerdán—. La cabeza requerida es la del teniente coronel Antonio Balas Dávila, jefe del Departamento de Delincuencia Económica de la UCO. ¿Cuál es el motivo de esta inquina institucional y decapitante? Su papel escrupuloso en la vigilancia de la legalidad de las actuaciones en el entorno del Gobierno. Según se deduce de los mensajes, la consigna era neutralizar su influencia. El teniente coronel Balas Dávila es señalado por ejercer su función: garantizar que la ley se cumple. Lo más alarmante es que la frase no se pronunció en la excitación de un debate, sino con el frío rango de una consigna burocrática. ¿Quién protege a los que nos protegen?
Esta noticia admite tres lecturas: la desesperanza, la denuncia o la alegría. Cada perspectiva propone un camino distinto al análisis. La primera, la más oscura, retrata un sistema donde el partido gobernante persigue a quienes velan por la ley. La segunda, se rebela contra un laberinto legal que convierte al ciudadano en rehén. La tercera, alza un canto a la resistencia ética. Como las tres son verdaderas, no renuncio a ninguna.
Primero, la desesperanza, que es la lógica. Si desde la misma sala de máquinas del poder se dictan órdenes para laminar a los funcionarios que cumplen con su deber, estamos ante una estructura de extorsión. «Necesito a Balas», espeta Díez en los audios. La frase, seca y funcional, resume una mecánica: la UCO investiga a Begoña Gómez por presuntas irregularidades en la gestión de fondos públicos, a David Sánchez por contratos opacos, y al exministro José Luis Ábalos por el caso Koldo. Balas se ha convertido en el hueso que atraganta al Ejecutivo. Quienes deberían aplaudirle buscan su cabeza. No es un caso aislado: asociaciones de la Guardia Civil denuncian una «purga sistemática» contra la UCO. Cuando la fontanería política sustituye a la justicia, el mensaje es claro: los fontaneros del Estado —o lo que es lo mismo, el partido del Gobierno, o sea, en el Poder Ejecutivo— están más ocupados en triturar a los honrados que en frenar a los corruptos. El sistema ataca a su sistema inmunológico. Estamos en una democracia fallida.
La segunda vía es la denuncia. Nos asfixia la inflación legislativa. Hay más de 1.200 leyes estatales vigentes, sin contar con las autonómicas y con las de rango menor. Nos cerca tal maraña de normas, circulares, interpretaciones, decretos y obligaciones contradictorias que cualquier persona que cumpla una ley está a un milímetro de incumplir otra. Es lo que el jurista italiano Sabino Cassese llamó el «Estado centrífugo». En España, todo lo que no está prohibido es obligatorio. Al que quiera hacer justicia, se le puede acusar de haber incurrido en lo que sea. Los ciudadanos estamos en una telaraña legal tejida no para protegernos, sino para inmovilizarnos.
Y, sin embargo, queda la alegría. Porque el hecho de que quieran la cabeza del teniente coronel Balas Dávila significa que no la tienen. Balas se hace fuerte en una atalaya olvidada: la integridad como acto de rebeldía. Un solo hombre honrado basta para desquiciar al aparato del poder. El Cardenal Richelieu temía al abate de Saint-Cyran más que a seis divisiones de un ejército enemigo, porque su conciencia era libre y limpia. Y eso era —es— intolerable para cualquier absolutismo, aunque se vista de democracia. La resistencia es posible. Y debe mucho a quienes, como Balas Dávila, cumplen su trabajo sin cálculo, sin componendas, sin miedo. Con un cansancio entreverado de espléndido desdén: «Estoy harto de presiones», ha declarado Balas tras conocerse los audios. Gracias, teniente coronel.