'Ser es defenderse'
Ramiro de Maeztu
La causa profunda del independentismo
Por Alejo Vidal-Quadras
22 de julio de 2015

El cabeza de la lista subversiva contra el orden constitucional en la que están incrustados Mas y Junqueras ha dejado claro que no habrá ninguna sentencia de los tribunales que los detenga. Por consiguiente, el método de recurrir al Constitucional cualquier decisión que contravenga lo establecido en nuestra Ley de leyes equivaldrá a intentar parar un tigre hambriento arrojándole chinitas a las fauces. Lo que los separatistas han anunciado que se avecina en Cataluña no es un conflicto político, es una revolución, y frente a una revolución, es decir, frente al establecimiento de una nueva legalidad violentando la anterior, por definición la acción judicial, siendo necesaria, no es en absoluto suficiente. La conclusión es que incluso la aplicación por parte del Gobierno central del poderoso artículo 155 de la Carta Magna no valdrá para nada si se queda meramente en la publicación de las correspondientes resoluciones en el Boletín Oficial por la sencilla razón de que serán olímpicamente ignoradas por los protagonistas del golpe. Así, llegará un momento en el que Mariano Rajoy se verá compelido a hacer aquello que mas detesta: actuar. Y actuar ¿Cómo?. Pues sencillamente, recurriendo al monopolio legítimo de la fuerza que el Estado puede ejercer para imponer el cumplimiento de la ley a los transgresores. Cuando eso suceda, cosa bastante probable a la luz de la evolución de los acontecimientos, será inevitable el choque físico de las fuerzas de seguridad con los sublevados para reducirlos a la obediencia, al igual que sucedió durante la Segunda República en octubre de 1934. A partir de aquí, se abre un horizonte de incertidumbre en el que todo cabe, sin descartar lo peor.

En este contexto inquietante, cabe preguntarse por el origen verdadero de semejante absurdo, el de que una parte significativa de una sociedad occidental desarrollada y madura se precipite a su ruina movida por un conjunto de emociones incontrolables sustentadas en falsedades históricas y en agravios inexistentes en contra de la racionalidad más elemental. SI bien es cierto que la ambición desmedida de una pandilla de mediocres que prefieren ser cabeza de ratón y que encubren con su desaforado nacionalismo el hecho vergonzoso de sus latrocinios se encuentra en la base de este proceso disparatado, no lo es menos que la inexistencia de un proyecto nacional español de la suficiente altura y atractivo explica en buena medida la desorientación explosiva de muchos ciudadanos de Cataluña. En este sentido, los dos grandes partidos nacionales, protagonistas y administradores del régimen nacido en 1978, han demostrado una insuficiencia clamorosa. En vez de erigir un sistema institucional eficiente y ejemplar apto para aglutinar a los españoles en pos de grandes metas compartidas por encima de divisiones ideológicas o de intereses parciales, han dedicado durante décadas sus esfuerzos a construir una partitocracia podrida y maniquea carente de liderazgos de la envergadura requerida para silenciar o amortiguar el griterío de los particularismos totalitarios. Un catalán de hoy difícilmente se sentirá motivado al contemplar el espectáculo lamentable en el que el PP y el PSOE han transformado la vida pública, demasiado plagada de corrupción, incapacidad, clientelismo y oportunismo. Aunque el nivel de saqueo de las arcas públicas y de falta de respeto a la división de poderes es igualmente escandaloso a nivel autonómico, no disponemos en el plano nacional de la vis centrípeta suficiente para compensar los tirones centrífugos de las hormonas identitarias. Entre una España dirigida por mangantes y aprovechados y una Cataluña bajo la férula de otros caraduras de similar tenor, al final la gente se inclina por los que, tras el persistente lavado de cerebro en la escuela y en los medios sometidos, percibe como suyos.  

Cunde la sensación de que ya es demasiado tarde para reaccionar y que las sucesivas declaraciones emitidas desde La Moncloa no son más que una liturgia impotente y patética. Las naciones nacen, crecen, decaen y pueden desaparecer si les falta un alma que las vivifique. Bastantes de nuestros compatriotas empiezan a resignarse al debilitamiento terminal del armazón espiritual que nos mantendría cohesionados y ese clima crepuscular invade con su melancolía oscura cada rincón de la geografía española. Tenemos las bazas para ganar en el exigente juego de la competitividad global y no las queremos utilizar. Poseídos por una pulsión suicida, avanzamos hacia el fracaso prisioneros de un destino tan irremediable como estúpido.

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