Me encanta dar consejos. No para que me hagan caso, que, si no, trataría de dar órdenes; y mucho menos para decir después: «Te lo dije». Los doy para que ustedes, queridos lectores, los vean quizá como yo y luego veamos que no nos hacen ni caso y nos dé un poco igual, pero adivinando la trayectoria del trompazo y sabiendo que, además, no era inevitable.
Un ejemplo es el consejo que di a Macarena Olona nada más dimitir: «Sería ridículo volver a la política activa después de haberse ido ella tan apresuradamente (recalcó que se volvía a la abogacía del Estado) y de Andalucía. La forma de volver a participar en política en el futuro es brillar unos años en la sociedad civil, haciendo activismo cultural sobre su ámbito de conocimiento, que es el Derecho, y sin alejarse mucho de Andalucía, donde prometió quedarse». Si hubiese oído mi consejo, todo sería muy diferente ahora, ¿verdad?
A Irene Montero también le voy a dar un buen consejo con la absoluta certeza de que no me va a echar ni cuenta. Ha de asumir que su estrella política está agotada. Es como esas de las que seguimos viendo la luz (sobre todo los suyos, quiero decir) pero que ya está extinta. Demasiados errores demasiado graves: menospreciar el riesgo del Covid, las rebajas de penas y las salidas de violadores tras la ley del «Sólo sí es sí», el galapagarazo, la asistenta personal, la acusación falsa a un ciudadano, las sentencias adversas, etc. Yolanda Díaz no es un hacha pero se ha dado cuenta, como cualquiera, que Irene resta. No la quieren en Sumar por álgebra elemental. Todos los que hablan de venganzas, cuestiones personales, resentimientos… se distraen de las matemáticas.
Con la paradoja de que su falta también resta. Siendo evidente que la han sacado a la fuerza, a sus partidarios —los que ven la luz de la estrella muerta— los han soliviantado. Como se enzarcen los que no quieren sumar con los que no quieren restar se cargan el invento.
Y aquí viene mi consejo. Para evitar la sangría de votos morados y sumativos, Irene tendría que aparentar en público que deja la política motu proprio. Asegurar que va a trabajar por sus ideales (ejem, ejem) en el marco de la sociedad civil o, si prefiere, de la movilización ciudadana, o desde la base. Por supuesto, tendría pactado con Yolanda Díaz que, tras ese elegante paso atrás, Sumar contaría con ella para algunos cargos o puestos gubernativos o chiringuiles para ir recuperando protagonismo poco a poco. O sea, que en vez de ser defenestrada desde la ventana más alta, se iría por la puerta muy peripuesta y… entraría enseguida por la ventana del carguito decoroso.
Por supuesto, les doy el consejo porque sé que es para nada y que además ya llega tarde. Pero escribo el artículo porque me interesan de verdad las razones de fondo por las que Irene Montero y su camarilla no han escogido esta solución —que es la única— a su atasco político.
Primero, porque en España la autocrítica brilla por su ausencia. Con lo que perdemos mucho todos, pero más que nadie quien no es capaz de juzgarse con cierta objetividad. En segundo lugar, porque tal vez nadie se fía de la palabra del otro y no quiere darle la espalda al compañero de partido, que te la clava. En último lugar, porque vivimos en la apoteosis del desprestigio del prestigio. Sólo interesa el poder, aunque para ello haya que perder la dignidad. Y viceversa, dignidad sin bancos azules de algún ministerio no la quiere nadie. La autoridad está muy desautorizada. Ni Olona se conformó con su rutilante puesto de abogada del Estado para ir arrimándose de nuevo a la política ni Irene asumirá la puerta que le señalan, porque no quiere soltarse del presupuesto ni por un minuto. Terminarán caminando juntas.