'Ser es defenderse'
Ramiro de Maeztu
Constitución y Consenso
Por Alejo Vidal-Quadras
6 de agosto de 2015

En un reciente e interesante artículo, Araceli Mangas reflexiona sobre la necesidad de una reforma constitucional en España con argumentos de gran solidez, pero olvidando un hecho que dificulta enormemente por no decir que imposibilita hoy acometer tal tarea en nuestro país: las distintas partes que deberían forjar un acuerdo para actualizar nuestra Ley de leyes discrepan en temas que afectan a los fundamentos mismos del actual orden constitucional, por lo que un texto que satisficiera o desagradase a todos por igual es materialmente imposible de redactar. La docta profesora de Derecho Internacional acierta cuando afirma que una coincidencia previa y completa sobre la reforma no debe ser un requisito para iniciar su revisión y pone como ejemplo las sucesivas modificaciones de los Tratados europeos. Sin embargo, la obligación de ser aprobadas por todos y cada uno de los Estados Miembros condena al fracaso cualquier intento de avance en la integración que no disfrute de la unanimidad. Por eso naufragó el proyecto de Constitución comunitaria que elaboró la convención presidida por Valéry Giscard d´Estaing al no ser aceptado por Francia y Holanda.

Una Constitución no sólo es un conjunto de reglas de juego o un marco procedimental, contiene conceptos y valores profundos sobre una determinada visión de la sociedad y de la forma correcta de convivir en ella. En toda Carta Magna hay un determinado enfoque ético y una concepción antropológica. Por eso la Constitución de la República Islámica de Irán, por poner un ejemplo notorio, es una monstruosidad contemplada desde una óptica ilustrada, democrática y liberal. Si pretendemos mejorar la Constitución de 1978, obra magna y definitoria de la Transición, con el fin de corregir sus evidentes defectos, que el tiempo ha ido poniendo de relieve, y de adaptarla a los grandes cambios acaecidos en España y en el mundo a lo largo de los últimos cuarenta años, es preciso que las fuerzas políticas que se sienten para emprender este aconsejable trabajo definan un campo común básico sin el cual no vale la pena seguir hablando. En la Transición casi sin excepciones los partidos que participaron en el proceso democratizador aceptaron la Monarquía como forma de Estado, la indivisibilidad de la soberanía del pueblo español, la unidad nacional, la autonomía de las regiones, la separación de poderes, el derecho a la propiedad privada y las libertades civiles y políticas esenciales de la sociedad abierta, por citar algunos puntos cruciales. Es obvio que en el período convulso en que han desembocado las cuatro décadas transcurridas desde entonces semejante plataforma de arranque no existe y en cuestiones clave las posiciones no es que sean distintas, es que son contrapuestas y por tanto incompatibles. La idea de que Pablo Iglesias, Artur Mas, Iñigo Urkullu, Albert Rivera, Alberto Garzón, Pedro Sánchez y Mariano Rajoy podrían articular un ambicioso, leal y constructivo pacto nacional para actualizar la vigente Constitución es o una ingenuidad o una quimera.

La Transición fue un hermoso sueño, una noble ilusión, que la realidad ha acabado liquidando para nuestra desgracia. La única manera de salvar aquel bienintencionado intento de superar nuestros demonios familiares consistiría en que las fuerzas políticas que siguen creyendo en los pilares del orden diseñado entonces, y que son una rotunda mayoría, se uniesen como una piña frente a las que pugnan por destruirlo. Pero eso no sucederá porque faltan la altura de miras, la firmeza de las convicciones, el sentido de Estado y la generosidad requeridas. Basta constatar la estrategia adoptada por el PSOE tras las elecciones municipales de mayo pasado para llegar a la triste conclusión de que los desgarros que descomponen a España como empresa colectiva en este primer cuarto del siglo XXI son ya irreversibles y que solamente una catástrofe como la que sin duda se avecina hará reaccionar a los españoles que, una vez consumado el desastre,  deberán reunir los trozos del derrumbe para volver a su enésimo ensayo de vencer sus pulsiones autodestructivas. Nada me complacería más que equivocarme en este sombrío vaticinio, pero los signos de que este es el destino que nos aguarda están ahí y crecen en intensidad cada día que pasa.

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