La política se hace con la cabeza y con las entrañas y a la gente se la convence con una mezcla adecuada de razón y pasión. El discurso del gobernante ha de combinar argumentos y emociones, capacidad lógica y afloramiento de sentimientos. Tan peligrosa es la apelación permanente a los instintos primarios mediante palabras retumbantes como decepcionante la frialdad opaca de la exposición encadenada de silogismos. Y también, por supuesto, cabe el recurso al silencio porque hay momentos en que cualquier cosa que se diga resulta insuficiente. Por utilizar una analogía musical, la comunicación política debe incorporar en las dosis adecuadas El arte de la fuga de Bach, el dúo de amor de Tristán e Isolda y los cuatro minutos treinta y tres segundos de instrumentos inaudibles de John Cage.
Lo que un representante público no se puede permitir es equivocarse en el recurso a una u otra herramienta retórica. Si se pone apocalíptico y lacrimoso en la inauguración de una autoescuela, gélido y parco en el entierro de los fallecidos en un incendio y se calla cuando la nación en vilo espera su mensaje reconfortante tras una grave derrota en una guerra o en medio de la devastación causada por una catástrofe natural de enormes dimensiones, más vale que se dedique a otra cosa. Cada profesión requiere unas cualidades, sin las cuales el fracaso está garantizado. Un militar cobarde, un cirujano indeciso, un atleta anémico o un profesor de lengua analfabeto tienen poco recorrido en su actividad. De la misma manera, un político escasamente dotado para la empatía con sus votantes acabará arrastrando a su partido a la irrelevancia. Aquellos que ostentan altas responsabilidades que exigen continua interacción con los ciudadanos, además de mostrar competencia en su cometido específico, han de colocarse detrás de un atril, aparecer en televisión o asomarse a la radio sabiendo lo que han de decir, cuándo decirlo y cómo decirlo. Este es un hecho tan evidente que a veces cuesta creer que a determinados personajes se les hayan encomendado magistraturas expuestas al permanente juicio de la opinión, dada su obvia torpeza ante la cámara, el micrófono o la sala de conferencias.
La sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre la doctrina Parot ha herido en lo más profundo el ansia de justicia de la sociedad española, harta ya de que criminales de la peor especie cumplan penas ofensivamente ridículas comparadas con el daño que han causado. Por eso sus ojos y sus oídos se han vuelto hacia el que tiene la misión de protegerles, conducirles y consolarles y se han encontrado con una absurda referencia a la meteorología. Necesitaban un cálido abrazo y se han topado con un corazón seco.