«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.

Darle al botoncito

23 de octubre de 2024

En uno de sus últimos libros, Fabrice Hadjadj deja una frase resonante: «La alta tecnología fomenta la bestialidad». Mientras que las antiguas herramientas exigían paciencia y disciplina del cuerpo, «la costumbre de obtener resultados espectaculares pulsando botones inflama nuestro lado impulsivo. De ahí lo fácil que resulta pasar de Internet al terrorismo cuando el cambio social se lleva a cabo apretando un botón, un gatillo o un detonador».

En realidad, disparar un dron o una opinión exige la misma acción: pulsar. Un dispositivo técnico (botón), un impulso humano (pulsión). El «orden pulsional», lo llama Hadjadj y entraña una im-pulsividad. En la tecnología coincide el dominio tecnocrático con una fuerte carga sentimental. La tecnocracia es pathos-centrista, dice él. Lo sentimental subjetivo surfea sobre la dominación objetiva de las cosas,  exacerbadas las dos, como una compensación por tanto alejamiento de la realidad.

Esa mezcla de fría dominación de todo mezclada con algo pasional, a veces con las más bajas pasiones, del narcisismo hasta la inhumanidad, quizás sea la clave del algoritmo, que nos presenta el mundo según nos gusta.

Estos tiempos de guerras y bombardeos, se observa en las redes sociales una ligereza realmente bestial. La guerra se siente mucho pero de lejos, y tiene que haber, seguro, un momento en que el algoritmo filtre o cribe o admita la salvajada. Forma parte de las preferencias individuales, como esa forma de identificación social que consiste en poner una banderita, figurar en un bando mientras se decide ignorar las consecuencias.

La tecnología genera un extraño sentido de protección, una fantasía de inmunidad. Es una ligereza, sí, bestial, y se expresa pulsátilmente, como es propio en la tecnología (la gran pulsación final sería la del botón nuclear).

En la serie Breaking Bad, el anciano mafioso Héctor Salamanca, postrado en silla de ruedas, solo podía comunicarse pulsando un botoncito en el que acababa volcando su mucha ira y crueldad. Al final, ese botón se hacía explosivo.

Tampoco es casualidad que las grandes personalidades de Internet se hayan forjado en el mundo de los juegos. Otras veces no es jugar, matar marcianitos, sino la pulsión del F5, hacer que la realidad nos responda, que los acontecimientos lleguen como un pedido rápido. Ahí, la urgencia sustituye a la violencia, pero un río de impulsividad corre por debajo.

La espectacularización de la guerra de Irak, hito neocon, era un fenómeno contemplativo. Esa distancia visual sin alcance, sin riesgo, ahora pasa por nuestra animosidad, llega a nuestros dedos, en cierto modo la recreamos, la impulsamos, la lanzamos, relanzamos, la manejamos físicamente dándole al botoncito (trilogía del seguir, gustar, redifundir), acto tecnológico conectado y a la vez desconectado de la guerra. Los aprieta botoncitos, a uno y otro lado de la realidad, están locos por la música.

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