Una ola de violencia desatada y extrema en las calles empieza a sembrar la alarma entre los ciudadanos españoles. El repertorio habitual de quema de contenedores, rotura de escaparates, destrozo de automóviles y lanzamiento de cócteles molotov se ha ampliado con ataques de una ferocidad asesina contra agentes del orden. Esta novedad representa un salto cualitativo en el desafío a la legalidad y a las normas de la sociedad civilizada que no puede ser ignorada, ni por sus efectos ni por su alcance. Cuando energúmenos entrenados en las técnicas más agresivas de la guerrilla urbana patean la cabeza de policías previamente derribados en el suelo o les golpean con barras de hierro potencialmente mortales o les arrojan a corta distancia piedras de un volumen y de un peso que las convierte en armas letales si alcanzan partes vitales del cuerpo, estamos en otro nivel de peligrosidad que rebasa largamente lo que se considera una algarada salpicada de forcejeos o choques físicos. En estos momentos en España, los cuerpos de seguridad del Estado se enfrentan en la vía pública a grupos organizados para asesinarles y este hecho pavoroso requiere por parte de las autoridades civiles una respuesta adecuada y de la contundencia suficiente, siempre dentro de la legalidad. Una cosa es cruzar empujones y golpes con un alborotador y otra intentar neutralizar a un criminal que intenta quitarte la vida. Se trata de una dimensión distinta que exige actuaciones acordes con su gravedad. Ningún servidor de la ley está obligado a dejarse matar, por el contrario debe defenderse proporcionalmente a la magnitud de la amenaza que experimente en cada ocasión y circunstancia. La protesta de los sindicatos policiales por haber sido enviados a una manifestación con órdenes que les impedían protegerse adecuadamente está plenamente justificada.
Un Gobierno que se arruga frente al separatismo catalán, que se encoge ante Bildu, que tiembla a la hora de utilizar la fuerza legítima para reducir a vándalos sedientos de sangre, no es un Gobierno, es un comité de burócratas con sangre de horchata. La democracia, para ser plena, ha de ser, además de abierta y plural, fuerte. Una democracia débil no es democracia, es una jungla en la que las fieras huelen complacidas el miedo de sus víctimas mientras se disponen a devorarlas.