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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La desfachatez y la política

8 de abril de 2017

Hay muchos que creen que la política es el arte de lo posible pero, en realidad, la política actual se caracteriza más por ser el arte de la desfachatez y de la mentira. Lejos de ser lo que Margaret Thatcher defendía –“el arte de hacer posible lo deseable”-, esto es, un instrumento de cambio a mejor, los políticos de hoy en día no se sienten inspirador a realizar ni gestas ni grandes cambios, sino a utilizar el poder para perpetuarse en él, conservar sus privilegios, manipular y enmascarar la realidad todo cuanto puedan. No es la política convertida en espectáculo, sino en un teatro donde priman el engaño, las medias verdades y la ocultación. Si se tuviera que definir a los políticos actuales se podría decir sin miedo a equivocarse que son personas que nunca dicen lo que piensan y que nunca hacen lo que dicen. Y que, con toda probabilidad, tampoco hacen lo que piensan.

El “contrato social” que ha permitido que unas elites nos gobiernen desde la ficción ha sido posible y aceptable, mientras todos tuviéramos acceso a la tarta, aunque en distintas porciones, y pudiéramos disfrutar de ella en paz y tranquilidad. Dicho de otra forma, mientras la expansión económica incrementara el bienestar de todos y mientras la seguridad de los ciudadanos estuviera garantizada por los ejércitos, frente a amenazas externas, y las fuerzas de seguridad del estado, ante peligros internos. Pues bien, como ahora ya sabemos, ninguna de estas dos condiciones básicas se sigue cumpliendo. La crisis permanente ha agudizado las desigualdades y destruido a buena parte de la clase media, poniendo en peligro la movilidad social y las aspiraciones de una vida mejor; y el terrorismo jihadista ha hecho que todos nos encontremos en una situación de extrema vulnerabilidad mientras hacemos una vida “normal”. 

La sociedad europea ha despertado de un bonito sueño, alimentado por la socialdemocracia durante décadas, para encontrarse de lleno en una pesadilla real: no es que haya paro, es que estamos convencidos de que nuestros hijos van a vivir peor que nosotros, es decir, que se ha roto el mito de la progresión social; y todo lo que oímos de nuestros líderes es que no se puede acabar con el terrorismo y que, por lo tanto, estaremos expuestos a que “unos supuestos desequilibrados” arrojen una mochila a un vagón del metro, entre en una iglesia y decapiten al capellán, o disparen sus AK-47 contra quienes se intentan divertir en una discoteca.

Puede que la crisis o el jihadismo se vean como fenómenos naturales equiparables a los terremotos o huracanes. Al menos ese parece deducirse del discurso oficialista, pero no lo son. Son la consecuencia de aplicar determinadas políticas. Políticas equivocadas que sólo buscan gestionar las situaciones y el sufrimiento. Y tal vez mucha gente se hubiera resignado si nuestros dirigentes hubieran sido un poco más listos, honestos y responsables. Pero no, ellos han preferido instalarse en la negación, la mentira y la corrupción: “No hay crisis”; “el Islam es una religión de paz”; “la mayoría estamos para servir al bien común”.

Pero la indignación popular crece. A veces de manera, como se dice ahora, transversal, a veces hacia la izquierda, y a veces hacia la derecha. Sea como fuere,

es un fenómeno de desafección política e institucional que está ahí y al que no se le va a poner fin mientras no se elabore un nuevo contrato social. Geert Wilders no ha sido el ganador de las elecciones en Holanda y posiblemente Marine le Pen tampoco lo sea en las presidenciales francesas. Pero Trump sí fue aupado hasta la Casa Blanca por millones de norteamericanos que lejos de dudar de él, le apoyan con más fuerza que nunca, a tenor de los datos que ofrecen las encuestas. Steve Bannon tienen en su despacho una pizarra con las promesas electorales de Donald Trump y otra enfrente donde apunta el grado de cumplimiento de las mismas. Encima de su escritorio el plan de cómo lograrlo. Si todo sigue su curso, tal y como lo tienen pensado, Trump no sólo será un imparable motor de cambio para América, sino que tendrá un in negable impacto en cuanto pase en Europa. No en balde Donald Tusk, el presidente del Consejo europeo ha dicho que Trump es una amenaza existencial contra Europa. Aun que para ser exacto habría que decir para la Europa que hoy encarna y secuestra la UE.

No hay mejor prueba de falta de sinceridad y de manipulación que la reciente mini-cumbre de Rajoy, Merkel, Hollande y Gentilone, vendida no como el clan de perdedores que es, sino como la savia de una nueva europea, más completa, más integrada y más próspera. O el ridículo del ministerio de defensa de María Dolores de Cospedal, pavoneándose de un aumento del 30% de aumento del presupuesto que, en realidad, no es más que un ajuste contable que debería haberse realizado hace años. Si de verdad la ministra y el gobierno creen que así van a contentar a un exigente Donald Trump, están pero que muy equivocados. A los españoles pueden que nos vean dóciles y atontados, pero Trump no es ni lo uno ni lo otro.

Los dirigentes europeos recuerdan al capitán Edward Smith, quien desde su puente de mando disfrutó de un lugar privilegiado para ver cómo se hundía su barco, el Titanic. Porque la Europa que dirigen se está hundiendo rápidamente porque ha preferido estar ciegos ante los icebergs y paralizados a la hora de taponar las vías de agua. Desgraciadamente esas fuerzas que aparecen bajo el manto de traer frescura a la política, pasan a incorporarse al sistema sin que apenas se den cuenta. Partidos como Ciudadanos en España no hacen más que representar el papel de la banda del Titanic. Que siga la música. 

El cambio está en otra parte y se basa en otros principios más ajustados a las necesidades reales de españoles, franceses, italiano, alemanes, húngaros o polacos. Sólo puede venir de aquellas fuerzas que defienden la identidad nacional, que quieren proteger la cristiandad frente a la islamización, y que muestran orgullo por nuestra Historia y valores, no una descarnada ansia de hacerse con las instituciones.

Marine le pen ha dicho que las elecciones francesas son unas “elecciones civilizacionales”. Y tiene toda la razón. No estanos debatiendo si subir o bajar impuestos únicamente, sino de mantenernos como lo que somos o rendirnos a una cultura que no es extraña; de avanzar los intereses de las personas o rendirse bajo el peso de las instituciones multinacionales; de defender a los ciudadanos de cada país o someterlos a unas burocracias tecnócratas y desarraigadas que sólo velan por sus intereses abstractos.

Europa se haya en una encrucijada vital: transformarse o morir. Nuestros insignes dirigentes quieren languidecer plácidamente. Pero para los ciudadanos de a pie esa no es una alternativa. Es la hora de luchar por otra Europa, una Europa donde la política se ajuste a la realidad y no a la ficción y a la desfachatez.

 

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