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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El ‘discurso del odio’ es libertad de expresión

19 de mayo de 2017

Para los que no sepan quién es Glenn Reynolds diré que es profesor de derecho en la Universidad de Tennessee. Se define a sí mismo como “libertario” y, aunque es considerado “conservador” por muchos, sostiene puntos de vista “liberales” en asuntos como las drogas, el matrimonio homosexual y el aborto. Puede que esto no sea suficiente para ese tipo humano -tan común hoy en España, por desgracia-, que cree que es “fascista” todo el que no piensa como él, pero lo que resulta indudable es que Glenn Harlan Reynolds no se ajusta al cliché “conservador”, ni en Europa ni en los EEUU.

 

 

Por lo demás, este autor ha sido un habitual de las principales revistas jurídicas del país (“Columbia Law Review”, “Virginia Law Review”, “University of Pennsylvania Law Review”, “Wisconsin Law Review”, “Northwestern University Law Review”, “Harvard Journal of Law and Technology”, “Law and Policy in International Business”, “Jurimetrics” y “High Technology Law Journal”, por citar algunos), además de contribuir en publicaciones como “Popular Mechanics”, “Forbes”, “The New York Times”, “The Atlantic Monthly”, “The Washington Post”, “The Washington Times”, “The Los Angeles Times”, “USA Today” y “The Wall Street Journal”. Su blog -Instapundit- es una referencia obligada para la actualidad política de los EEUU.

Ahora resulta que Reynolds se descuelga con un artículo de ruptura con lo establecido. El pasado día 24 de abril el periódico “USA Today” publicaba un interesante artículo de Glenn Reynolds titulado “Hate speech is free speech”. El título puede traducirse como “El discurso del odio es libertad de expresión”, aunque con esta traducción se pierde el juego de palabras que, en este caso, posibilita la lengua inglesa.

No es un asunto baladí el que discute Reynolds porque su tesis central coloca lo que en buena parte de los países occidentales –especialmente en Europa- se denomina “discurso del odio” o –en tono claramente prejuiciado- “delito del odio”, bajo la protección de la Primera Enmienda a la Constitución de los EEUU.

La Primera Enmienda, que data de 1791, dice textualmente: “El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto del establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios”.

El asunto tiene trascendencia precisamente porque se refiere al ordenamiento jurídico de un país que es, guste o no, la referencia de “las libertades” tan caras a todas las democracia occidentales.

Reynolds comienza diciendo que él enseña en sus clases que existen dos criterios por los que puede detectarse el “analfabetismo constitucional” y uno de ellos es “la afirmación de que el ‘discurso del odio’ no está protegido por la Primer Enmienda”. Como ejemplo de esta variante de analfabetismo, Reynolds pone nada menos que a Howard Dean, antiguo gobernador de Vermont y candidato a presidencial demócrata.

Según Reynolds, “para la Primera Enmienda, el término ‘discurso del odio’ carece de significado. Todos las opiniones resultan igualmente protegidas independientemente de que resulten odiosas o loables. No importa si son racistas, sexistas o carentes de gusto”. Este autor añade que “el término ‘discurso del odio’ fue inventado por gente a la que no gusta la libertad” y “lo que quieren decir con ‘odio’ es que la Primera Enmienda no protege ciertas opiniones porque resultan odiosas. Lo que en realidad quieren decir es que se trata de opiniones con las que no están de acuerdo” y que para ellos “expresar tales ideas es de algún modo un acto de ‘violencia’”.

Pero, siempre según Reynolds, hay dos problemas con este argumento: primero que “resulta idiota” dado que “no puede existir tal ley si damos algún valor a la libertad de expresión, porque siempre habrá ideas que no gusten a alguien” y, en segundo lugar porque “ este argumento es esgrimido por gente que gasta mucho tiempo en expresar ellos mismos ideas controvertidas sin reparar ni por un momento en que, si se les aplicaran a ellos mismos sus propias ideas acerca de las ideas controvertidas, serían encerrados en primer lugar”. Reynolds cita en su apoyo al experto en la Primer Enmienda Eugene Volokh – Catedrático “Gary T. Schwartz” en la Universidad de California, en Los Angeles – que respondió al gobernador Dean en los siguientes términos: “No, gobernador Dean, el ‘discurso del odio’ no constituye una excepción a la Primera Enmienda”.

Al parecer, Dean reaccionó con la típica actitud de la soberbia: la huida hacia delante. El gobernador citó el caso de Chaplinsky v. New Hampshire, de 1942, que permitió prohibir la “incitación a la violencia” (“fighting words”). Reynolds encuentra esta actitud “descorazonadora” y, no solo reafirma su creencia en el “analfabetismo constitucional” de Dean, sino que además argumenta que “la ‘incitación a la violencia’ no es ‘discurso del odio’.

La ‘incitación a la violencia’ es una invitación directa, de persona a persona, para la violencia. Expresar opiniones políticas o sociales que no gustan a la gente no es la misma cosa, incluso si la gente puede reaccionar violentamente a esas opiniones”. Reynolds añade: “Y esto es bueno. Si, por la reacción violenta a las opiniones que no les gustan, la gente pudiera conseguir que el gobierno censurara esas opiniones calificándolas de ‘discurso del odio’ o “incitación a la violencia”, entonces la gente tendría un poderoso incentivo para reaccionar con violencia a las opiniones que no son de su gusto. Dar así a los agresivos y violentos la capacidad de cercenar la opinión de otros… no es una buena cosa y nos conduciría a una sociedad marcada por mucha más violencia, mucha más censura y mucha menos opinión”.

 

La argumentación de Reynolds es irreprochable y sin duda chocará en países como España y otros países europeos, en los que ciertas opiniones están vedadas en los mismos términos que denuncia Reynolds. Lo que Reynolds no denuncia, quizás porque no lo imagina, es que en Europa existe a este respecto una notable asimetría entre las opiniones que pueden expresarse libremente y las que no. El autor intuye algo de este problema cuando dice que las opiniones que habitualmente se hacen caer dentro de la categoría del “discurso del odio”, en realidad, “se trata de opiniones con las que no están de acuerdo”. El sujeto implícito de esta última frase –tercera persona del plural- apunta a los que ejercen el poder.

Se trata de militantes políticos que instrumentalizan el dinero de todos y el aparato represivo del Estado para eliminar a sus enemigos. En la categoría de estos nuevos represores disfrazados de liberales, en España, se encuentran ciertos “fiscales” especiales, organizaciones de “memoria histórica” que buscan un Código Penal a su medida, concejalas sin muchas luces que se aprovechan de la ley para salir indemnes de los mismos delitos que achacan a otros, por citar solo algunos ejemplos. Todos ellos son, no solo “analfabetos constitucionales” o gente que odia la libertad, si no encarnaciones del cinismo más extremo al que pueda llegar el ser humano.

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