Mi madre lo contaba de vez en cuando. Mis padres estaban recién casados (nueve o diez meses) y yo recién nacido. Vivíamos del sueldo de mi padre, joven profesor en la Facultad de Biológicas de la Universidad de Sevilla. Cobraba 9.000 pesetas al mes. Habíamos venido —yo sin enterarme de nada, naturalmente— a una comida familiar al Puerto de Santa María y un tío de mi padre contó que le gustaba ir a jugar al casino a Portugal. En España estaban felizmente prohibidos. Mi padre advirtió a su tío de que gastase cuidado porque el juego ha arruinado a muchos tontamente (véase Dostoievski). El aludido dijo que no había problema. Que él metía en un sobre 50.000 pesetas y que, en cuanto se le acababan, se volvía al Puerto tan pancho. A mí madre, que no era su sobrina ni del Puerto ni entendía todavía del todo a su familia política, le dio un vahído, acostumbrada a vivir con eso más de cinco meses.
Supongo que le llevaría su tiempo racionalizarlo, pero cuando yo ya fui mayor ella contaba la anécdota con mucha gracia como ejemplo de la relatividad de los gastos y de que no se puede juzgar la economía de otra familia, etc. De ahí pasaba, a lo Bernard de Mandeville, a explicar que los gastos suntuarios mantienen a muchos honrados trabajadores y a los comerciantes y todo eso. Lo bueno es que nos convenció para siempre. Yo veo los gastos de los demás que no me puedo permitir como una bendición. Para la economía y vámonos que nos vamos. Y también, de hecho, muchas veces hasta me alegro de no tener el dinero de otros porque me daría rabia gastármelo en esas tonterías.
En cambio, ay, llevo fatal que la gente pierda el tiempo, ese oro, con la falta que me hace a mí. Ahí sí me noto cierto resentimiento y rencorcillo cuasi marxistoide. Se me llevan los demonios cuando veo a la gente echando la tarde hablando de los asuntos de la prensa del corazón o de los asuntos del corazón de conocidos y saludados o repitiendo durante toda la cena lo que por la mañana dijeron en la radio Carlos Herrera o Jiménez Losantos o quejándose del aburrimiento o del calor o del frío o de cualquier cosa. ¡Si yo pudiera cambiarles ese tiempo que les sobra a cambio de la diversión que no me falta!
Pero que te lleven los demonios está fatal, porque con ésos no se puede ir ni ser llevado ni a cobrar una herencia ni de mi tío el de los casinos portugueses. Ahora tengo que aprender la lección de mi madre, pero con el tiempo. Saber que los criterios de su gasto son distintos según las circunstancias y que también está bien que haya gente que no tenga dentro del pecho esta ácida ansiedad por exprimirle a cada minuto su gota de eternidad («Todo lo que no sea ganarse la eternidad es perder el tiempo», dijo Javier Almuzara y se me quedó grabado) o su décima de verdad o su gramo de belleza en un buen libro o en una buena página, aunque sea mía.
La amistad, el cariño, las lentas conversaciones mientras el sol se pone perezosamente… exigen que seamos pródigos de tiempo. Yo, de mis familiares, amigos, conocidos y saludados que no tienen prisa, aún puedo recoger una limosna de sabiduría. La de aprender que no hace falta vivir siempre en un sprint permanente. Que hay una dulzura en dejarse vivir. Un cariño que sólo se demuestra en el tiempo regalado. Que la mejor caricia es la lentitud y la atención morosa.
Amigos veraneantes que creéis que no hacéis nada, que no os engañe vuestra indolencia. Practicáis la docencia conmigo, la ejemplaridad. Viéndoos y tragándome mi ansiedad, aprendo. No diré todavía que disfruto, pero todo se andará poco a poco.