Os leo, y voy viendo que hay dos tipos de comentaristas: los que afirman que Sánchez convoca el Congreso Federal por su extrema debilidad política, con su partido cayéndose a trozos y con los socios nacionalistas cada vez más enconados; y los que aseguran que lo hace por su fortaleza actual, y que está dispuesto a laminar los últimos reductos de resistencia interior en el partido. Creo que ambos tienen razón. Incluso escucho con atención a los que dicen que, tras el congreso de noviembre, convocará elecciones para coger a todos otra vez con el pie cambiado. Capaz es.
Pero me preocupa otra cosa. ¿Quién gobierna mientras tanto esta vieja nación con graves problemas sociales y económicos en un mundo cada vez más agitado y más interconectado? Una de mis fantasías es que soy profesor en la Universidad y que puedo proponer a mis alumnos investigaciones muy curiosas. ¡Son tantos los temas de los que me gustaría «dirigir» un estudio con trabajo de campo…» Yo solo no puedo, y está fuera de lugar que se lo pida a mis estudiantes de FP, que ya trabajan lo suyo y tienen bastante con lo mío del temario. Entre las múltiples hipótesis hipotéticas, me encantaría que mis diligentes alumnos midiesen cuánto tiempo le dedica un político en el Gobierno, por ejemplo, Sánchez, a sus responsabilidades de gestión, por las que cobra; y cuánto tiempo, esfuerzos, inversiones, asesores y desvelos a sus maquinaciones políticas, esto es, al enfrentamiento entre partidos rivales y, sobre todo, entre facciones de su mismo partido.
La medición sería complicada. A veces Sánchez hace discursos oficiales. Pero se nota que se los ha escrito un propio y que los repite sin ningún entusiasmo ni tensión. En cambio, cuando se trata de la refriega política, ya sea hacia fuera del partido o hacia dentro, se palpa la rivalidad, la concentración, el estudio, la estrategia y la mala leche, con perdón.
El problema es que la gestión de la cosa pública queda dejada de la mano de Dios, como muestran sus resultados. El caso paradigmático es el ministro Puente, tan activo en la melé mediática, pero con los trenes que parecen coches de choque de una verbena de pueblo. A Sánchez y a su Gobierno también se les nota mucho que su afición y su vocación de servicio a la totalidad de la nación queda muy por detrás de su ansia de poder político y de su gusto por el regate corto a los contrarios y a los suyos.
Si hacemos una panorámica, sin personalizar en Sánchez, la sensación que se transmite es que la democracia produce más divisiones internas (en varios niveles) que gestión transversal. Cualquiera, en una conversación honesta, lo reconoce. Está a la vista.
Se me ocurre una solución bastante cara, pero mucho más barata que lo que tenemos y, sobre todo, algo más operativa. Partir la administración en dos: Mr. Hyde se dedicaría a la animación política, a la movilización partidista y a la demonización de los rivales; mientras que un hipotético Dr. Jeckill gestionaría la cosa pública con criterios objetivos y eficaces. Podría imponerse por ley que los más altos niveles de la administración se reservasen para técnicos neutrales. Ahora los nombramientos políticos directos copan prácticamente todos los puestos decisorios; y, en consecuencia, se entretienen en las guerras políticas y en asegurar prioritariamente su mantenimiento en el cargo.
Mi solución a ustedes puede gustarles o no —a mí me parece utópica—, pero hay un hecho tan indudable como inquietante. Pensemos en las horas, en las energías, en las reuniones y en las llamadas que Pedro Sánchez, a la sazón —y desazón—, presidente del Gobierno del Reino de España, va a dedicar a preparar su degollina, quiero decir, el Congreso Federal del PSOE a finales de noviembre. Dos meses perdidos.