Al final el colapso va a llegar cuando Manolo se jubile. Eso sí es el principio del apocalipsis, y no el cambio climático, marca registrada, o la guerra de Putin.
Quizá usted conozca a Manolo, quizá no. En cualquier caso, es probable que no le haya dado mucha importancia. Y, sin embargo, su vida tal como la conoce depende de Manolo; sin Manolo, con Manolo fuera de la ecuación, la civilización contemporánea se hunde en la barbarie. Es posible que las culturas sobrevivan gracias a santos, héroes y poetas, pero la civilización técnica, eso a lo que el lunes le vimos las costuras, descansa sobre los anchos hombros de Manolo, que está ya para jubilarse.
Manolo es el hombre que sabe exactamente cómo funciona ese aparatito, esa estructura, ese mecanismo que está en el corazón de cientos de sistemas complejos. Quizá no sepa de nada más, desde luego no tiene un título universitario, pero eso lo borda y, cuando las cosas fallan, todas las empresas del sector necesitan a Manolo.
Es hijo del desarrollismo de posguerra. Empezó de chaval como simple obrero mecánico, pero el mercado le fue guiando hacia la especilización exacerbada y acabó siendo el tipo que más sabía y mejor manejaba una técnica muy específica y vital, lo que le ha permitido vivir bastante bien. Se lo rifan.
Pero es trágicamente probable que Manolo se lleve su secreto a la tumba o, al menos, de excursión con el Imserso. Porque Manolo, que ha hecho un capitalito bastante decente, no ha animado a sus hijos a seguir sus pasos, al contrario: se ha empeñado en que hagan una carrera universitaria y ahoran trabajan en Deloitte haciendo números o han hecho oposiciones a técnicos de la Administración Civil. Manolo, en lo suyo, no tiene herederos. Y esa es nuestra tragedia.
No se deje engañar por el brillo y el olor a nuevo de la tecnología actual: toda ella se asienta en sistemas preexistentes, esos cuyos misterios están en manos de una legión menguante de Manolos. Los sistemas complejos nuevos, para que funcionen, tienen que haber evolucionado a partir de sistemas anteriores, más simples, que funcionaban. No se pueden levantar a partir de cero, eso nunca sale. Al menos, eso dice la Ley de Gall.
Nadie quiere ya ser Manolo. Es demasiado ingrato, demasiado arriesgado, demasiado poco glamoroso. No hay incentivos para ser Manolo. Y su ausencia no la suplen cientos de miles de licenciados universitarios, aunque sean de STEM, que no suele ser el caso. Menos aún, millones de peones importados en ese vergonzoso tráfico de mano de obra que siguen llamando inmigración.
No es un fenómeno patrio. Manolo puede llamarse Joe o Michelle o Hans: un nuevo estudio global revela que el 59 % de los trabajadores de primera línea mayores de 55 años planean abandonar la fuerza laboral en los próximos cinco años, y casi tres cuartas partes (72%) de los gerentes del sector minorista y manufacturero no confían en que sus empresas puedan conservar el conocimiento y la experiencia que se pierden cuando los trabajadores experimentados se jubilan.
Manolo siempre ha sido invisible, por modesto. Pero apuesto a que en los próximos años vamos a notar su paulatina extinción del mercado laboral en una concatenación de fallos, en ese deterioro pausado de las cosas con las que siempre hemos contado y que ya empiezan a renquear. El colapso es eso, y no Mad Max o el holocausto nuclear.