Domingo González lleva años avisándonos del movimiento dextrógiro. Esto es, que el eje político e intelectual se desplaza ahora hacia la derecha, en contraste con el tradicional movimiento sinistrógiro (hacia la izquierda) que había predominado desde la Revolución Francesa, como expuso Albert Thibaudet en su «teorema del sinistrismo». Las nuevas fuerzas políticas surgían desde la izquierda y empujaban a las anteriores hacia la derecha. Pasó con los liberales. Ahora es al revés: las ideas, los debates y los clivajes políticos nacen en la derecha y dejan a los antiguos en la izquierda, como hacen con Feijoo.
El teorema del dextrismo se manifiesta también en el terreno sociológico y en el cultural. Hace poco le aplaudía una imagen brillante al columnista sevillano Luis Sánchez-Moliní. Para los revolucionarios del 68, debajo de los adoquines se encontraba la arena de las playas. Para los jóvenes de hoy, observa Sánchez-Moliní, debajo de los adoquines se encuentra el albero de las plazas de toros. Las nuevas generaciones tienen más interés en la tauromaquia que en la utopía, le ven más futuro a la tradición que a la revolución.
Sería empobrecedor analizar la elección de León XIV bajo este prisma, pero algún reflejo apunta en esta línea, desde su mismo nombre, que, en vez de innovar, se acoge a una nomenclatura de enorme antigüedad y peso histórico. Con todo, la emoción del ritual y el magnetismo de la belleza del Cónclave nos han opacado otras noticias donde se ve más legítimamente este movimiento dextrógiro.
El premio Cervantes al filósofo coreano alemán Byung-Chul Han tiene una dimensión política que puede pasar desapercibida. La polémica de si merece el premio o no por sus libros ligeros, de pocas páginas y de frases breves y aforísticas, concéntricas siempre a unas pocas ideas obsesivas, distrae de lo mollar. Estamos ante un pensador muy crítico con la modernidad, defensor de la conciencia personal, de la religiosidad y hasta católico confeso (véase Loa a la tierra). Su rechazo al capitalismo alienante tiene muchos puntos de contacto con el distributismo de Chesterton, que, a la vez, parte de la encíclica Rerum Novarum, de León XIII, que el flamante Papa León ha reivindicado desde el inicio. Todo está conectado. La condición de escritor contra mundum de Byung-Chul Han la ha explicado muy bien José María Sánchez Galera; y Yesurún Moreno defiende con la solidez que la caracteriza que es un escritor reaccionario, envuelto —estratégicamente— en una forma postmoderna. Bien, pues a este quintacolumnista se le ha dado el Premio Princesa de Asturias.
Casi a la vez Luis Alberto de Cuenca ha ganado el importantísimo premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Poca broma. Es un premio de la primera división y De Cuenca nunca ha escondido su condición de señor de derechas. Ni en su pinta ni en su dicción ni en su vida política (fue Secretario de Estado de Cultura con Aznar) ni, sobre todo, en su poesía. Entre sus numerosos poemas magistrales, se cuenta «Political Incorrectness», un ataque desternillante y en toda regla al pensamiento dominante, que, para colmo, ha musicado Loquillo de forma gloriosa y vindicativa. Y, por cierto, ha sido traductor de Chesterton.
Por supuesto, el premio no se lo han dado a De Cuenca por cuestiones políticas, sino por una poesía de gran calidad, que contribuyó como pocas a poner en el centro el cuidado formal, el culto a la tradición, la ironía hacia la modernidad y la emoción eterna. Con El hacha y la rosa (1985) entró a saco en el panorama poético y fue una influencia benéfica entre los jóvenes de entonces. El premio lo merece por razones puramente literarias, pero que se lo hayan dado es, de paso, tangencialmente, otra prueba dextrógira. Hay muchas y hay que saber verlas para no consumir nuestra vida en una quejumbre injustificada y también para saber entender el tiempo en el que vivimos. El que está por venir.