El hecho más significativo de las elecciones europeas ya lo podemos adelantar: el PSOE no se hundirá con todo el equipo. Más o menos sacará un porcentaje idéntico de voto que en las pasadas elecciones generales. Quizá un leve descenso. O sea, como si Pedro Sánchez no se hubiese humillado ante los golpistas, no hubiese faltado a su palabra, no hubiese asaltado el Tribunal Constitucional, no tuviese una mujer, esposa o señora imputada por corrupción, no fuese felicitado por Hamás y no hubiese pactado con Bildu. A sus votantes, todo les va a dar exactamente lo mismo, por lo visto. Tampoco les habrán movido de su voto, en líneas generales, tantísimas explicaciones clarísimas de pensadores antaño de izquierdas o aún de izquierdas, pero escandalizados, como Fernando Savater, Andrés Trapiello o Félix de Azúa. Hablamos, por tanto, de un cuerpo electoral absolutamente estanco a los argumentos de autoridad.
Esos votantes, sin embargo, se enfadarían con sus vecinos o con sus familiares si les sisasen de su sueldo para hacer negocietes, pagarse los viajes, pegarse vuelos y esas cosillas o si les engañasen o si les traicionasen regalándole privilegios a los macarras o delincuentes del barrio. Ese porcentaje de voto inasequible a la desilusión es un problema de primer orden para nuestra democracia.
¿A qué se debe? A múltiples causas, como todo lo complejo, pero fundamentalmente a una frivolidad que consiste en dar la democracia y el Estado de Derecho y el de Bienestar por asumidos. Niños mimados, que diría Ortega y Gasset, no saben qué frágil y cuánto costó conseguir y con qué cuidado hay que mantener nuestra nación.
Aquella tan mal planteada educación para la ciudadanía fue una oportunidad perdida, de que el cuerpo electoral adquiriese nociones claras de Derecho Político, de Economía básica y de Geopolítica, incluso. Por lo menos, para saber que no da lo mismo Juana que su hermana, y que la corrupción tiene un precio que al final pagamos a escote todos los españoles.
Necesitamos un respiro de tantísimas campañas electoras sobrepuestas. La tensión competitiva que las elecciones producen entre los españoles nubla la crítica, entorpece el análisis y frustra la realización de proyectos a medio plazo. En los mítines y los carteles, los mensajes se hacen eslóganes y los programas, soflamas. A largo plazo, necesitamos una educación más exigente y una conciencia cívica más extendida.
Cierto que parte de culpa es de una oposición que no hace un trabajo de fondo de explicar bien los escándalos. Se cansa demasiado pronto de defender la verdad y busca el acomodo del acuerdo bipartidista: «ni pa ti ni pa mí», pero casi todo es para el de siempre. Es el problema práctico de nuestra práctica democrática: se han regalado los medios de comunicación, la educación, la política cultural y, de remate, la ejemplaridad personal. El resultado es que al pueblo soberano le faltan fundamentos éticos para juzgar y personalidades para contrastar.
Ese respiro que pido (por piedad) de tanta campaña política sería ponerse manos a la obra con los programas de mejora efectiva de la vida de los españoles: plan del agua, orden público, crecimiento demográfico, reforma educativa seria y duradera, etc. Si no se encara esa regeneración profunda, aquí se hundirá todo menos el PSOE.