'Ser es defenderse'
Ramiro de Maeztu
El orgullo de Occidente
Por Itxu Díaz
18 de noviembre de 2021

Veo el bronce de un inmenso guerrero de Xian, y el tufillo a incienso chino, a la entrada de un lujoso bar de copas en Madrid, y me encojo de hombros, incapaz de comprender por qué no está en su lugar, qué sé yo, Don Pelayo forjado en hierro, y un charco aromático de sidra a sus pies. En general, puestos a decorar con cosas out of context, como dicen los tuiteros bilingües, en plena capital de España, Europa, me sentiría más cómodo con la efigie de Luka Modric, con la réplica de uno de los leones del Congreso –con o sin testículos-, o con un póster de Claudia Schiffer –sin testículos, por favor- fumando un cigarrillo. 

Recordé al guerrero de terracota al leer, en Libertad Digital, una entrevista a mi querido Luis Alberto de Cuenca, a quien también preferiría ver en bronce en la entrada de aquel bar, antes que al guerrero o a un Buddha, y cuyos versos desearía de corazón que ocuparan el lugar de las frases inspiradoras orientales que encontré en las paredes del cuarto de baño; que no hay nada más inquietante para un hombre que destilar, marcial y tieso frente al urinario, leyendo la reflexión budista “Solo podemos perder aquello a lo que nos aferramos”. Que uno abre mucho los ojos, mira hacia abajo, levanta las manos instintivamente como quien ha tocado fuego, y prefiere no pensar en nada durante un rato. 

Habla nuestro poeta en la entrevista del estúpido sentimiento de culpa de Occidente: “¿de qué? ¿De haber forjado los derechos del hombre? ¿De haber inventado la filosofía? ¿De crear el Renacimiento y los grandes movimientos culturales? ¿De eso tenemos que estar arrepentidos en Occidente?”. El autor, que presenta el libro Después del paraíso, responde así a la pregunta sugerida en sus propios versos: “¿Hasta cuándo Occidente va a asistir, impasible, / a sus propias exequias, envuelto en el sudario / de la autoinculpación y la cobardía?”.

Luis Alberto, claro, es un intelectual, pero está tan desprestigiado el título que tengo la sensación de estar insultándolo. Y con un cierto desdén, cosas de la edad, consciente de la tediosa decadencia de nuestro tiempo, nos recuerda lo que fuimos, lo que un día significó Europa. También siento esa pasión por la grandeza de nuestra cultura continental cuando leo a Julio Martínez Mesanza, o al genial Mauricio Wiesenthal, esa delicia llamada Orient-Express, el tren de Europa, es el último ejemplo. A veces me pregunto en qué momento hemos dejado de escuchar y leer a los buenos a la hora de formarnos una idea de lo que somos, de hacer balance de nuestro itinerario sentimental, moral y cultural. Hay en todo esto una sorprendente vocación suicida. 

Si Occidente tiene alguna posibilidad de supervivencia ante el globalismo hostil, abrasador, y hortera, es contemplándose en el espejo y sintiendo un profundo y sincero orgullo

Más allá del sentimiento de culpa que denuncia Luis Alberto de Cuenca, Europa padece algo todavía más incomprensible: el desprecio a su propia identidad cultural. Como si hubiera que llenar el vacío que dejan su arte y cultura, buena parte de los nuestros están sumidos en una suerte de adoración exasperante por cualquier cosa que suene oriental, que solo se explica por la enfermedad de la antítesis del paleto convencional, que solo siente cosquillas en el estómago cuando descubre algo que está muy lejos de su casa, ya sea un vertedero, un código espiritual muy zen, un sátrapa comunista nepalí, o un pase de modelos con burka. 

De algún modo, Occidente se parece cada día más a ese novio que tiene una chica guapísima, buena e inteligente a su lado, pero prefiere suspirar por otra, morena discotequera, solo porque tiene las tetas más gordas. Quizá el comienzo de la guerrita cultural sea simplemente reparar en el orgullo por lo que hicieron nuestros mayores. Quizá la primera tarea sea admirar un cuadro, empaparse de un libro, y contemplar la historia con los ojos emocionados de hijo. 

Me dirás, sospecho, que mientas nos entregamos a la erudición y el romanticismo de ayer, otros se afanan en destruir la educación de hoy. Pero no es más que la forma legal de un complejo: destruyen aquello que les hace sentir inferiores. No saben nada de filosofía. Desconocen la Historia, porque culpan al devenir del tiempo de que las cosas fueran de una manera y no de otra. Aborrecen los colores de la bandera, los cuentos de nuestros abuelos, los rituales de vida que nos ha legado el cristianismo. Viven, en fin, en la pobreza del que es rico y no lo sabe. 

Si Europa, nunca unida bajo la UE, más aún, si Occidente tiene alguna posibilidad de supervivencia ante el globalismo hostil, abrasador, y hortera, es contemplándose en el espejo y sintiendo un profundo y sincero orgullo. No, no todas las civilizaciones son iguales. La nuestra es mejor. 

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