Ha escrito Will Tanner un hilo-artículo en X sobre Donald Trump tan incisivo como extrapolable. Se ha fijado en que Trump no se quita la corbata ni para servir patatas fritas en un McDonald’s. ¿Roza la caricatura? Puede, pero se instala en la autenticidad. Con gracia. Obsérvese que, además, Kamala Harris había mentido diciendo que ella había trabajado en un McDonald’s. Donald fue allí, trabajó un cuarto de hora y declaró: «Ya he trabajado bastante más que Kamala».
Tanner explica que, a diferencia de los progre-pijos y de los demagogos, Trump no se disfraza de labriego para ir al campo ni de jovencito para salir los fines de semana ni se inventa un pasado de trabajos precarios. Va con su traje y su corbata de millonario y bromea con los trabajadores de McDonald’s sobre los que pretenden instrumentalizarlos. Eso crea vínculos con la gente del campo o con los jóvenes que no se sienten condescendientemente imitados. Todo profesor de secundaria debería saberlo por experiencia. Disfrazarse de jovenzuelo e imitar su forma de hablar produce un rechazo instintivo (y lógico) en los alumnos. En cambio, constatar la diferencia generacional, la formación distinta y hasta cierta incomprensión mutua tiende puentes. Los andaluces de todas las edades pegamos un salto incómodo cuando alguien, con la mejor intención, se pone a imitarnos el acento, aunque sea un minuto para saludar. Incluso cuando un andaluz lo exagera para hacerse el simpático o el regionalista, nos da un ataque de alipori.
Si no te disfrazas para compartir nada, dejas intacto lo que de verdad compartes, que siempre es la dignidad común. Quien se fuerza por parecer que comparte el atuendo, el acento, las expresiones o el peinado, de una forma subliminal parece indicarte que la dignidad común no le basta como fuente de fraternidad, y que tiene que fingir otras. Se aúnan en ese gesto los males que detectó el atento Oscar Wilde: «Los dos puntos débiles de nuestra época son su falta de principios y su falta de perfil».
Compartiendo los principios, se pueden tener perfiles propios. No hay que ser mujer para defender los derechos de la mujer ni joven para preocuparse por el problema de la vivienda ni fijo discontinuo para querer acabar con el paro. Entre otras cosas, porque los problemas que afrontamos son tan diversos y están tan repartidos como una pedrea de Navidad, pero sin la Navidad, con el pedrisco. Y ningún líder puede ser a la vez mujer y hombre, jubilado y joven, andaluz y catalán, etc.
Eso, contra el disfraz y la mímica. Además está el desafío a la ordinariez que nos imponen. Las dimensiones del problema las ha explicado muy bien el brillante Andrés Neuman en El equilibrista: «No ser vulgar cuesta trabajo. Más que una naturaleza, la vulgaridad es una renuncia».
Por cierto, que no digo que Trump sea un Petronio, árbitro de la elegancia, sino que no renuncia a su estilo para ir haciendo la pelota a unos y a otros, y eso ya es elegante. Demuestra que no hay que camuflarse para ser popular o, incluso, populista. Por decirlo todo, también me habría gustado que no hubiese renunciado un poco a sus postulados pro-vida, ya puestos a aguantar el tipo.
Pero hablando de aguantar, el hilo de Will Tanner me ha recordado la historia de la condesa Elisabeth de Chamboury. Presa en Dachau por colaborar con la resistencia, consiguió que otra reclusa modista le arreglara el uniforme de rayas para que tuviera un buen corte. Es la actitud. Chamboury, a lo tonto, mantuvo alta la moral de la modista, que se sintió útil y valorada, la de los otros presos, que vieron que todavía allí podían alternar con la mejor sociedad y sostuvo las actividades de la resistencia, pues no cedió a la degradación que pretendían imponerle.
¿A veces se pregunta usted, como yo, qué podríamos hacer contra el gobierno y por España? Empecemos por ir con los pantalones bien planchados. Es puro quintacolumnismo.