Al exfutbolista Alfonso Pérez le han cancelado por decir la verdad. Se le ocurrió decir que el fútbol masculino y femenino no son comparables «porque todo va en función de los ingresos que generes y la repercusión mediática». Alfonso describía así al mercado, el mecanismo que explica cómo funciona el reparto de la riqueza en el sistema menos malo que ha inventado el ser humano: el capitalismo.
Al poco de llevar a cabo estas declaraciones, se desataba la cacería. Un periódico titulaba la entrevista con una de las frases que he reproducido y que, fuera de contexto, invitaba al lío. Pero un clic es un clic. Había que señalar, cobrarse la pieza y advertir a los insensatos que comulguen con Alfonso de lo que les espera si abren el pico: señalamiento y muerte civil. Semanas atrás se exigía a los futbolistas que se posicionaran al lado de la selección femenina y contra Rubiales. Algún pringado lo hizo, olvidando cómo funciona un mecanismo que no premia adhesiones, que no perdona ni olvida.
Yo echo de menos a alguna deportista que declare que todo esto es una locura. De la misma forma que todavía espero en vano a algún hablante de las lenguas cooficiales en varias comunidades autónomas manifestándose en contra de su imposición, por poner un ejemplo.
La alcaldesa socialista del pueblo de Alfonso, que parece muy cómoda con una calle dedicada al Che Guevara o cobrando un sueldo muy superior al de la frutera de la esquina gracias al capitalismo que Alfonso describía, vio la oportunidad y solucionó de un plumazo el problema. Retiró el nombre del futbolista del estadio, erigiéndose como la defensora de las deportistas.
Una democracia es, entre otras cosas, ese lugar donde a uno no debiera pasarle nada por decir la verdad. La libertad de expresión es uno de sus pilares. Sólo las dictaduras debieran proteger la mentira. De la misma forma que el activismo feminista ha conseguido que tanta gente reaccione a sus desmanes con rechazo y antipatía, —como el movimiento LGTBI o el ecologismo—, esta selección nacional va a conseguir que muchos no nos sintamos representados y cambiemos de canal cada vez que tropecemos con ellas.
Estamos fabricando un país cada vez menos libre, cuya censura va por barrios. En la ribera izquierda la permisividad es casi total. Irene Montero puede declarar con toda tranquilidad y sin pruebas que un hombre es un delincuente. Ese pobre ciudadano deberá pleitear de su bolsillo frente a toda una ministra que juega con pólvora del Rey. A Josu Ternera se le pone un escaparate de lujo para relatar las barbaridades que hizo. Pablo Fernández puede usar sus redes para meterse con Alfonso o, ya puestos, con Pitingo, que ni siquiera pasaba por allí. Pablo Fernández es ese diputado de Podemos que se presentaba en un ticket electoral junto a una condenada por participar en un asesinato, por ponernos en situación.
Esta misma semana, a los chicos de S’ha Acabat! les gritaban en la universidad catalana «pim, pam, pum, que no quede ni uno». Las chorradas que cantaban de un edificio a otro en un colegio mayor o las que enviaba un grupo de universitarios por WhatsApp merecieron todo tipo de comentarios por parte de nuestros ministros, ministras y autoridades académicas. De esta clara amenaza de muerte nadie ha dicho ni pío.
A la derecha ya no le hace falta una metedura de pata o una salida del tiesto. Tan sólo recordar la verdad puede ser razón suficiente para que te cancelen a uno. Y, sin embargo, se mueve.