Llevaba cuatro días llevándome las manos a la cabeza con la declaración de David Sánchez Castejón, el hermanísimo. Que se pueda ser torpe y lento, como él lo parece, lo entiendo, por supuesto; pero ¿cómo es posible —me preguntaba, llevándome, como digo, las manos a la cabeza— que no se hubiese preparado medianamente bien su declaración ante el juez? No sabía ni en qué oficina trabajaba ni qué hacía ni cómo ni con quién ni cuándo. Nada. Y comparecía investigado por cuatro delitos
Que él pase de todo, ya me extrañaba. Pero conozco a su abogado, Emilio Cortés Bechiarelli, y no es ni obtuso ni negligente; en absoluto. Por otro lado, hay que imaginar a Pedro Sánchez, hermanísimo del ídem, y a su ejército de asesores, deseando (necesitando) que David hiciese una buena actuación. No es el destino del hermanito lo que está en juego, sino el prestigio remanente del presidente del Gobierno de España. Tres en uno, por tanto: el interés personal del investigado, el interés profesional de su abogado y el interés político de la Presidencia del Gobierno. Y el tío se planta allí sin saber nada de nada.
Mis manos y mi cabeza, como digo. Hasta que mi hermano, precisamente, me ha dado una explicación obvia y deslumbrante. Las preguntas eran tan básicas que nadie pensó que podían atacarle por ahí. Que seguro que David Sánchez se tenía preparadas unas preguntas más difíciles de programaciones y presupuestos. Si fue así, ¿sabiéndose lo más, no podría haber improvisado lo menos? Bueno, ni es tan fácil hacerlo ni, como decíamos, él parece el más ágil y versátil?
Lo interesante de esto es volver a constatar que la realidad está del lado de la verdad, y que es muy dura de roer. Recordé una historia que se cuenta de la universidad. Unos alumnos llegaron media hora tarde a un examen sudando llenos de grasa y polvo. Contaron, compungidos, que el coche se les había pinchado en el camino y preguntaron, cariacontecidos, si podían hacer el examen unos días más tarde. «¿La semana que viene os parece bien?», preguntó el profesor, empático. «Oh sí, excelente», dijeron ellos con una aliviada sonrisa. A la semana siguiente llegaron ufanos, confiados, puntuales y limpios. Fueron sentados cada uno en una esquina del aula. El examen era de Química Orgánica, pero constaba de una sola pregunta: «¿Cuál de las cuatro ruedas de vuestro coche fue la que lamentablemente sufrió el pinchazo o reventón?» Suspendieron el examen.
La cosa tiene un precedente bíblico. Cuando dos viejos rijosos acusaron a la casta y hermosa Susana de trato carnal con un joven debajo de un árbol, al profeta Daniel le bastó, para evitar la lapidación, preguntar por separado a los alevosos ancianos qué árbol concretamente era aquel. Uno dijo «lentisco», el otro, «encina». Susana fue liberada; los viejos, condenados.
Lo de David Sánchez, por tanto, no es ni nuevo tampoco. La realidad es tan amplia y nos ofrece, sin que nos demos cuenta, tal cantidad de información simultánea que es imposible montar una mentira sin que tropiece en lo más elemental. Pasa con las declaraciones en los juzgados y sucede con todas las utopías, que terminan dándose de bruces con los hechos en sí mismos y con la ley de causalidad.
La situación social, política y económica no está para grandes alborozos, pero que el esperpento de David Sánchez nos sirva al menos para recordar que la realidad, tan grande como el universo, tan vieja como la historia, tan sólida como la materia, está de nuestra parte. Quien no miente y quien está dispuesto a aceptar las cosas como son, a medio plazo cuenta con el respaldo de la completa existencia. Utopistas, idealistas, corruptos, mentirosos y caraduras están abocados a hacer, antes o después, el ridículo más espantoso. Con todo, como dejan a su paso un rastro de ruinas y de alipori, conviene que no nos sentemos a esperar y que nos esforcemos para que la debacle sea antes que después.