Yo estaba en el ordenador queriendo escribir otro artículo sobre la campaña electoral, pero mi mujer se levanta del sofá cada cinco minutos y se acerca a mi mesa del despacho a enseñarme en su móvil una foto de una modelo o una actriz. No lo habría hecho ni de broma hace cinco años. Y no es que, por mi avanzada edad o la de nuestro matrimonio, haya dejado de importarle que yo pondere otras bellezas. En absoluto, ¡en absoluto! Me enseña las modelos de moda (en los dos sentidos) o de la publicidad… con recochineo. No son demasiado hermosas ni un poco ni nada.
Algunas o algunos o viceversa no desentonarían en una película de miedo o incluso en una revuelta en alguna esquina del infierno. Lo digo sin pretensión de ofender porque, viendo como subrayan su lado malote y su estética provocativa, lo considerarán un piropo.
Este feísmo tiene una clarísima intención política y también hay que contrarrestarlo. A menudo ondeamos la oriflama de los trascendentales, verdad, bondad y belleza, pero no bajamos el balón al pasto. Hay que saber lo que nos jugamos en la práctica, como avisó nada menos que Hans Urs von Balthasar en Gloria: «Nuestra situación hoy muestra que la belleza reclama para sí al menos tanto valor y decisión como la verdad y la bondad, y no permitirá que se la separe y aísle de sus dos hermanas sin llevárselas con ella en un acto de misteriosa venganza. Podemos estar seguros de que quien se burle de su nombre como si fuese el ornamento de un pasado burgués (lo reconozca o no) ya no sabe rezar, y pronto no sabrá amar».
Gómez Dávila notó que «aducir la belleza de una cosa en su defensa, irrita al alma plebeya», lo que es una razón de peso para hacerlo. Hay que sacar de su sopor —incluso con un pellizco— al alma postmoderna, tan complacida en su relativismo y sus penumbras.
Sir Roger Scruton siguió ese camino. Su incansable defensa de la belleza, de una belleza (como subrayaba el crítico Calvo Serraller) beligerantemente vintage, cimenta su obra. La hermosura de la naturaleza y del arte, el misterio de la música, el sabor de lo antiguo y los grandes hitos culturales son, a la vez, la mejor defensa de su posición política conservadora y lo mejor que su posición política defiende. Escribe en La belleza: «Podemos vagar por este mundo hostiles, resentidos, suspicaces o desconfiados. O podemos encontrarnos a gusto en él, en armonía con los demás y con nosotros mismos. La experiencia de la belleza nos guía por el segundo camino».
La campaña electoral, donde el feísmo que invade nuestros pueblos y ciudades no se ha denunciado, pasará pronto; pero la campaña por la belleza no debería pasar nunca. Pongamos nuestro granito diario de arena —al vestirnos, al arreglar el cuarto, al escribir una carta, al saludarnos…— que será un grano de arena en la maquinaria del feísmo moral. El profesor John Senior escribió de su juventud: «Retenido por prejuicios pseudocientíficos, el camino directo a la Verdad estaba bloqueado y tuve que recorrer el de la Belleza».
Ese camino lo han recorrido muchos de los mejores de nuestro tiempo. Como contó Evelyn Waugh en Retorno a Brideshead sirvió incluso para acercar al catolicismo a las almas más delicadas. Ni cada uno de nosotros en particular ni las más altas instituciones deberíamos permitirnos abandonar la belleza en sus ritos y en sus hábitos. Dejar de defenderla es lo mismo que dejar de decir la verdad y que dejar de ser buenos.