Cada católico tiene el alma marcada por la huella de una devoción que le acerca a Dios. Cristos, vírgenes, santos y beatos, sacerdotes, misioneras y hasta laicos devotos interfieren en algún momento de la vida de un creyente para fortalecer, incrementar o recuperar la fe. Y entonces las jaculatorias dejan de repetirse como los autómatas lo harían; entonces se encomiendan las cosas que importan, sobre todo la salud, a la intercesión de aquel en quien se confía; y entonces, a veces, se obra el milagro. En ocasiones trasciende, se reconoce y lleva a los altares al que primero marcó el alma de un creyente. La mayor parte de las veces, se queda en el reconocimiento y gratitud personal o en el testimonio privado en círculos pequeños. Pero ocurrió en 2005 que toda esa intimidad y privacidad se rompió en mil pedazos tras estallar en un clamor que convirtió a Juan Pablo II en ‘santo súbito’. También le ha reconocido el Vaticano dos milagros, pero eso es casi lo de menos para el común de los católicos.
Algo semejante, amortiguado por el paso de los años, ha sucedido con Juan XXIII: un milagro, la fama de sus signos, lo excepcional del culto litúrgico a él dedicado, la petición de los Padres de Concilio Vaticano II inmediatamente después de su muerte y la canonización. Su huella marcó a otra generación que no volvió a sentir cercanía semejante con un pontífice hasta que Karol Wojtyla fue elegido Papa en 1978 y que veremos si recupera esa afinidad con el Papa Francisco.
Este viernes, en ‘El Gato al Agua’ hice un puente entre Juan XXIII y Juan Pablo II al decir que el ‘Papa bueno’ había sido el último Pontífice italiano. Me ‘salté’ a Pablo VI y a Juan Pablo I para pasar, en errónea sucesión directa, al Papa polaco. Un segundo después de haberlo dicho, me di cuenta de que la canonización conjunta de Roncalli y Wojtyla se había conjurado con la impronta que los dos papas santos han dejado en la generación de mis abuelos, también en la de mis padres, y en la mía para que olvidara a otros dos italianos. El ‘Papa bueno’ y el ‘Papa viajero’ concitan la devoción de muchas más almas, su hierro ha marcado a un buen número de católicos de tres generaciones. Por eso son santos.