«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

Huy, huy, lo que ha dicho

28 de abril de 2023

Hay algunos contrariados porque otros citamos mucho a Chesterton. Lo consideran «pesado», que es algo que a Chesterton le haría bastante gracia. En cualquier caso, esa contrariedad no es nueva, y ya Dorothy L. Sayers recogió el epigrama que un exasperado oxoniense de la primera mitad del siglo XX dedicó a los apasionados lectores del inglés, que ni siquiera era un don y que, en el colmo de la desfachatez, no había ni ido a la universidad. Decía el pareado (léase con voz muy despreciativa): «Hay cinco cosas que los jóvenes chestertonianos reverencian:/ el chuletón, la ordinariez, la Iglesia, el lío y la cerveza».

A bote pronto llama la atención que aquello que en la primera mitad del siglo pasado era un caballo de batalla de los chestertonianos, lo siga siendo. ¿O no tenemos un lío montado con el chuletón frente a los vegetarianos; con la Iglesia frente a los ateos o, aún peor, frente a los que abjuran de toda jerarquía y doctrina sana desde dentro, o con la cerveza frente a los abstemios y los vigoréxicos? Chesterton fue un profeta.

Incluso contra mis más arraigados prejuicios. ¿La cerveza? Por supuesto, prefiero el vino a la cerveza, aunque, como me conformo bastante bien si toca cerveza, no es ése mi prejuicio. Mi prejuicio gordo era lo de la ordinariez. No estaba yo muy por la labor de llevar la ortodoxia chestertoniana hasta el extremo de perder las formas.

¡Qué equivocado estuve! No hace falta perder las formas para resultar ordinario. Incluso tan lejos de las doradas agujas o los estirados chapiteles oxonienxes, en la llana España, basta tomarse un chuletón para resultar lo peor de lo peor… Y así con todo. He descubierto que hasta lo de ordinariez me pilla de lleno, a pesar de mi concienzudo esnobismo. Y todavía más: la buena educación se considera muy ordinaria, ahora que la moda es igualitarismo y su medio la chabacanería.

Por tanto, escuchamos más y más a nuestro alrededor los «huy huy huy» del escándalo y los «cómo puedes decir tú tal cosa» con voz de inopinada decepción. Hay muchas ideas que tenemos casi todos que casi nadie se atreve a decir en público. No me atrevo a poner ejemplos, precisamente, porque estamos en público. Seguro que usted deduce que ciertas cosillas sobre la inmigración ilegal, sobre la percepción de ayudas sociales, sobre la ley trans, etc., son consideradas absolutamente inadecuadas por una mayoría social de personas que, en el fondo, piensan lo mismo o, como mínimo, lo pensaban hace como mucho dos años.

Gente rasgándose las vestiduras por oír lo que ellos mismos defendían hace unos meses se ha vuelto un fenómeno algo más común de lo que la salud mental de una población permite. Duele sopesar la falta de lealtad no tanto con ellos mismos como con sus padres y abuelos, que defendieron esas cosas que a ellos ahora les parecen lo peor de lo peor.

Como nosotros no vamos a caer ni en la esquizofrenia sobrevenida ni en la impostura cobarde ni en desdecir a nuestros mayores ni en deslegitimar los libros que amamos, tenemos que asumir que Chesterton —más allá del sabroso chuletón, la infalible Iglesia y la refrescante cerveza— también tenía razón en lo de la ordinariez. No nos queda más remedio que pasar por deplorables, a pesar de nuestra congénita aspiración a la elegancia. Hay que resignarse a que nos chisten los argumentos y nos meneen la cabeza como ante casos perdidos por defender que el pasto es verde y que dos y dos son cuatro, con una falta de delicadeza espantosa con los que tienen el sentimiento de que son tres y medio o cinco y un cuarto. Nos miran asombrados y entristecidos de que hayamos llegado a tales extremos cromáticos o aritméticos.

El peor peligro, sin embargo, está agazapado. Consiste en que, ya considerados unos ordinarios de tomo y lomo por la mayoría de la gente que nos rodea, caigamos en la facilidad lamentable de serlo de verdad. Que acabemos gustándonos en nuestro papel de infantes terribles. «Si nuestros conocidos y saludados se van a escandalizar de todas maneras, démosles motivos», podríamos decirnos. En vez de sopesar muy cuidadosamente nuestras opiniones, desbarremos a lo grande, que es más cómodo y gracioso. Qué se rasguen las vestiduras con motivo.

Sería un error. Hemos de ser ordinarios a sus ojos, pero jamás a los nuestros, donde sostendremos una exquisita honestidad intelectual. No nos creamos la idea que la propaganda rival expande. Que me llamen «facha» me puede resultar indiferente o incluso gracioso o hasta motivador, pero no me tiene que lanzar a entonar Die Fahne Hoch! a pleno pulmón. No lo hará.

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